John McCain caminaba una línea prefijada por su padre y su abuelo, ambos altos mandos de la Armada de los Estados Unidos. No la transitaba en línea recta, como atestigua que sus faltas de disciplina y su desapego a ciertas materias hicieran que se graduase el quinto por la cola de su promoción. Pero la guerra, que zarandea las biografías que no devora, le sacó de seguir una carrera al uso. El 26 de octubre de 1967, en su 23ª misión, su avión fue derribado mientras sobrevolaba Hanoi. En el aterrizaje de emergencia se rompió una pierna y los dos brazos. Durante las primeras semanas en el hospital, encaneció y perdió 23 kilos.
Fue hecho prisionero por el Vietcong. Cuando, a mediados de 1968, descubrieron que su padre era un almirante, le ofrecieron la liberación; fue una argucia para romper la cohesión de los prisioneros de guerra, que creerían que los familiares de los altos mandos tendrían privilegios, y para anotarse un tanto propagandístico. En todo Occidente había una legión de compañeros de viaje dispuestos a señalar el buen corazón de los comunistas norvietnamitas. Pero John McCain dijo que si no se liberaba a todos los prisioneros, él rechazaba su liberación.
McCain estaría otros cinco años en campos de prisioneros, tres y medio de los cuales en una celda de aislamiento. Sufrió torturas, y su desesperación le llevó a intentar colgarse con su propia camisa por el miedo a sufrir más tormentos. No fue liberado hasta dos meses después del armisticio, el 14 de marzo de 1973.
A su vuelta fue condecorado con la Estrella de Plata, la Estrella de Bronce, el Corazón Púrpura y la Cruz de Distinción de Vuelo. Se reincorporó al servicio, pero pronto vio que su cuerpo no le permitiría una carrera ascendente en la Armada. En 1976 la institución le nombró enlace con el Senado, y su vida volvió a dar otro giro. Allí contrajo el virus de la política, y en 1982 se presentó como candidato a la Cámara de Representantes. Ganó, y renovó mandato en 1984. Dos años más tarde dio el paso al Senado en Arizona, adonde se había mudado para hacer de relaciones públicas de la empresa de distribución de cervezas de su suegro.
En sus tres décadas en el Senado se ganó el sobrenombre de Maverick, es decir, de persona independiente de la que no se podía presumir el sentido de sus iniciativas por su militancia, que en su caso era republicana. Como ha recordado The Guardian con motivo de su fallecimiento, William Buckley dijo de él que era "conservador, pero no un conservador"; es decir, no era un miembro del movimiento conservador. De hecho, se desmarcó en numerosas ocasiones de lo que se esperaba de un senador republicano que recogía el testigo de Barry Goldwater.
McCain ha sido un crítico inflexible del uso de la tortura por parte del Ejército norteamericano. Él sabe lo que es, hasta qué punto degrada al reo y a los torturadores, y cree que su país tiene la misión de representar los valores de libertad con que debe liderar al resto del mundo. Puede parecer ingenuo o cínico, pero eso es exactamente lo que tenía en mente el héroe de guerra:
Los métodos que empleamos para mantener segura nuestra nación deben ser justos, como los valores con los que aspiramos vivir y [que queremos] promover en el mundo.
También se desvió del canon republicano en la inmigración. Al igual que su país debía iluminar al resto del mundo con los ideales de libertad y democracia, era justo que esa luz, más la prosperidad que genera el país, atrajera a miles de ciudadanos de otros países. McCain entendía que era justo facilitar su entrada de forma ordenada, e ilusorio luchar contra la inmigración ilegal si la puerta legal de entrada era demasiado pequeña.
Del mismo modo, luchó por mermar la influencia de los lobbies en la política estadounidense por medio de una reforma de la financiación de las campañas electorales. En esta cuestión, como en la inmigración y en otras, McCain logró el apoyo de legisladores demócratas. En EEUU, el bipartidismo es la capacidad de colaborar entre demócratas y republicanos para sacar adelante proyectos legislativos. Y McCain fue siempre un ejemplo para ello.
Esta capacidad le hubiera convertido, muy probablemente, en un mejor presidente que Barack Obama, de haber vencido en las elecciones de 2008. La de Obama fue una presidencia inefectiva por su incapacidad para lograr acuerdos con la mayoría republicana en ambas Cámaras. McCain, cierto es, muy probablemente las tendría a favor. No es del todo seguro, porque el votante estadounidense se vuelve contra el partido que ha colocado a su candidato en la Presidencia en las elecciones de mitad de mandato, pero probablemente seguiría teniendo el Congreso más a su favor. Aunque no fuese así, él no sólo conocía bien el Senado (Obama estuvo sólo dos años de senador antes de ser presidente), sino que tenía la voluntad y la capacidad de romper las barreras entre partidos para forjar acuerdos. Y no tenía una agenda tan sectaria como Obama, todo hay que decirlo.
Pero perdió aquellas elecciones, en una campaña caótica. Después de haber sido el azote de Bush, con quien se disputó la candidatura republicana en 2000, se acercó al poderoso clan neoyorquino porque carecía de medios y de base suficiente para una campaña presidencial. Eso le restó atractivo como candidato independiente. Cuando las noticias de la Gran Recesión, que acababa de empezar, se sucedían en los periódicos, McCain suspendió su campaña para trabajar en la elaboración de una ley de rescate del sector financiero. Luego la retomó justo antes de los debates presidenciales, con lo que dio la sensación de actuar de forma improvisada. Cuando la ley fue rechazada, a ello se sumó la imagen de un líder inefectivo.
Eligió como candidata a la Vicepresidencia a la gobernadora de Alaska, Sarah Palin, quien desde entonces se ha convertido en parte del estrellato conservador, pero su capacidad le ha permitido brillar muy poco. McCain ha reconocido que se equivocó al no elegir en su lugar a Joe Lieberman, un exdemócrata moderado.
Desde 2016, año en que renovó su escaño por última vez, su carrera política estuvo marcada por su oposición al presidente Trump. Otro personaje al que no le sienta bien la chaqueta de conservador.
Su carácter excesivo le jugó malas pasadas. Se divorció de su primera mujer por sus infidelidades, según reconoció. Reaccionó con cólera ante sus colegas, e incluso ante su propia mujer en público. Pero fue un hombre honrado e independiente, y sus compañeros del Senado le han despedido con un sentido homenaje.
En una reciente entrevista para el diario The New York Times, dijo que su novela preferida es Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway. Hoy, las campanas doblan por John McCain.