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Jorge Vilches

Todavía vienen los Reyes

La imagen pública de la Monarquía no es buena. Ya pueden vestir al Rey con corbata roja o colocar fotos sobre su mesa, que da igual.

La imagen pública de la Monarquía no es buena. Ya pueden vestir al Rey con corbata roja o colocar fotos sobre su mesa, que da igual.

La imagen pública de la Monarquía no es buena. Ya pueden vestir al Rey con corbata roja, iluminar la escultura del jardín, o colocar fotos sobre su mesa, que da igual. Y no se trata de que la audiencia del discurso de Nochebuena haya bajado de cinco a siete millones en un año; es que a la mayoría no le interesa lo que diga más que para contestar o criticar. Hoy, la Casa Real, lamentablemente para nuestra democracia, está en el saco de las instituciones bajo sospecha. La estrategia de traer al recuerdo la Transición y el intento de golpe del 23-F para revalorizar la Corona ya no vale, ante una sociedad cada vez más nihilista y centrada en su presente. La susceptibilidad social está a flor de piel gracias a la crisis que nos rodea, a los recortes, al paro y a la subida de impuestos. Pesimista y ausente, la gente ve con desprecio la corrupción que ha acompañado al yerno de Don Juan Carlos durante años sin que nadie de la Casa Real hiciera nada efectivo para impedirlo; y cunde la creencia de que la infanta Cristina disfruta de un trato de favor ante la Justicia.

Por eso, y tras escuchar el discurso del Rey, a sus defensores y a sus detractores, queda pensar en su utilidad. Está claro el papel que el monarca debe desempeñar en un régimen representativo, pero no hay unanimidad en que lo cumpla. El rol dignificante, relativo a la transmisión pública de los valores sociales más comunes, tanto los permanentes como los emergentes; esto es, el comportamiento honrado, la coherencia en la conducta, la lealtad en el ámbito doméstico, la solidaridad real con los desfavorecidos, o la austeridad, es precisamente el elemento más criticado. El papel dignificado, vinculado al cumplimiento de su papel constitucional, solo parece satisfacer al Gobierno; es decir, a quien ha dado el visto bueno al discurso. Los tópicos sobre el respeto a las reglas del juego, al diálogo y a la convivencia son ineludibles en una figura institucional como la del Jefe del Estado, pero están muy desgastados y dan la sensación cansina de un déjà vu. Del mismo modo, el llamamiento a la unidad de España, sin una mayor concreción, es algo lógico y deseable, porque la política la hacen los políticos a los que votamos y podemos despedir, no el Rey.

Mientras veíamos estos días que EEUU sufría un temporal de nieve y frío ártico que paralizaba ciudades y cancelaba vuelos -Tennessee y Arkansas declaraban el estado de emergencia, cerraban las oficinas de la Administración y las escuelas en Washington, etc.-, contemplábamos a Obama en pantalón corto, jugando al golf en Hawai. Poco antes eran noticia sus fotos teenager con la ministra danesa en pleno funeral de Nelson Mandela. Ya no le importa a Obama tanto el juicio de la opinión pública porque ya no se someterá a unas elecciones. En una Monarquía, la vindicación del comportamiento ético debe ser constante, no solo munición de discurso navideño. En caso contrario, los Reyes, parafraseando el villancico, dejarán de venir por los arenales.

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