La ruptura del bipartidismo acabó con el régimen constitucional de la Restauración y trajo la dictadura de Primo de Rivera. Y el pluripartidismo de la Segunda República no evitó la inestabilidad gubernamental, no aumentó el consenso político ni social y concluyó con la formación de ligas electorales antagónicas que anunció los bandos de la Guerra Civil. Sin embargo, el bipartidismo establecido desde 1977 ha sido uno de los pilares del más importante crecimiento económico en libertad y democracia de nuestra historia, con uno de los Estados sociales más garantistas del mundo. ¿A qué viene, por tanto, ese alborozo general ante el probable hundimiento del bipartidismo? Lo que pasa es que ha calado el impacto mediático de los nuevos partidos que, confundiendo la parte con el todo, pregonan el derribo del edificio para ganar su espacio.
El uso político de la indignación por la corrupción y la crisis, que no son mayores ni más generales que en otras épocas, ha llevado a la creencia de que una vez extinguido el bipartidismo se solucionarán los problemas. Esta simplicidad recuerda al republicanismo de comienzos del siglo XX: una vez sustituida la Monarquía por la República –aunque fuera indefinida–, se solucionarían automáticamente todas las cuestiones pendientes. No fue así, sino peor. El asunto no es tan simple. Veamos.
Los países con sistemas basados en el predominio de dos partidos, que no de ligas, amplias coaliciones o frentes, tienden a la estabilidad gubernamental, la moderación programática y verbal, al cambio tranquilo y a la conservación del Estado de Derecho. Al contrario, donde existe o ha habido pluripartidismo efectivo y gobernante, la política tiende al populismo, la demagogia, la radicalidad, y a las rupturas traumáticas, aunque no siempre. En la Europa de entreguerras, desde 1919 a 1939, fueron los países pluripartidistas los que terminaron con sus regímenes democráticos; pero también es cierto que otros, como Suiza, son estables y prósperos, y que la fracasada Cuarta República francesa dio paso a la Quinta sin problemas.
En el bipartidismo bien hecho, con una ley electoral sensata, se eligen fundamentalmente opciones de gobierno, mientras que en el nuestro los partidos pequeños se convierten en grupos de presión e interés que buscan influir en gobiernos necesitados de unos pocos votos. ¿Qué son si no CiU o el PNV en el Congreso de los Diputados? Y los ejemplos en gobiernos municipales y autonómicos son muchos. Este resultado es una perversión del principio de consentimiento en el que se basa la democracia, ya que el resultado de esos pactos son medidas no pedidas por el votante del partido gobernante. Tal práctica, como hemos visto, produce desafección y alejamiento del electorado, y provoca que el ciudadano busque nuevos partidos y líderes con los que identificarse, cargados normalmente de tanta radicalidad como demagogia. De ahí el fenómeno del partido Podemos.
El caso es que la calidad de la democracia no está en que sea bipartidista o pluripartidista, sino en el blindaje de las instituciones y normas que permiten, al menos, la elección libre y periódica de los gobiernos, su control efectivo basado en la separación de poderes, la igualdad ante la ley, el respeto al mercado y al Estado social y la garantía de los derechos individuales. Sobre esto, la ley electoral debe ser el resultado de combinar la responsabilidad de Estado –dar voz a todos sin promover la atomización parlamentaria– y el reflejo de una sociedad plural y en cambio constante. No es necesario, por tanto, acabar con el bipartidismo e instalar el pluripartidismo como solución a los problemas sociales, económicos y de corrupción. Puede que baste el sustituir partidos agotados por otros, como ocurrió en la Gran Bretaña del primer cuarto del XX, cuando el Partido Laborista sustituyó al Liberal en su papel de partido de gobierno frente al Conservador. Y no pasó nada.
Imaginemos por un momento que la derecha española fuera un espejo de la izquierda y se dividiera en cuatro o cinco partidos. Al no alcanzar ninguno de ellos nunca mayoría suficiente, ni siquiera el 25% de los votos, estaríamos abocados a gobiernos de coalición –más inestables, impopulares y volátiles– o a la formación de frentes o bloques, como en la década de 1930.
La simple queja contra el bipartidismo, en definitiva, no deja de ser un componente de un discurso oportunista que quiere promocionar el derribo del edificio, como decía, para apropiarse del solar. No vayamos a sustituir un sistema imperfecto por uno nefasto, en esa costumbre muy española de matar al perro para acabar con la rabia, cuando solo era preciso haberlo vacunado.