Gran Bretaña ha sido como una matrioska, una de esas muñecas rusas que contienen otras menores; es decir, una identidad que tenía naciones en su interior. Desde la unión de 1707 entre Inglaterra y Escocia, y de 1800 con Irlanda, lo que ha mantenido juntas a esas naciones ha sido el concepto de britanidad. La disolución de esa identidad británica a partir de 1945 ha ido rompiendo la matrioska.
La unión entre Escocia e Inglaterra, que empezó a aventurarse en 1603, no se llevó a la práctica hasta 1707, y no fue por amor entre sus pueblos. El reino de Escocia estaba arruinado tras el fracaso de su aventura colonial en Panamá y necesitaba ayuda económica. Inglaterra, un país floreciente, temía a la católica Francia de Luis XIV, la gran potencia europea, que ambicionaba controlar las islas británicas sentando a un rey católico en Westminster. El problema inglés era que Guillermo III no tenía descendencia, así que en 1701 su Parlamento aprobó un acta por la que heredaría la Corona su pariente protestante más próximo, esto es, un miembro de la Casa Hannover. El Acta de Unión de 1707 resolvió el problema económico escocés y el sucesorio inglés: aseguró los subsidios y proclamó reina de gran Bretaña a la reina Ana de Escocia –sin descendencia–, a quien sucedería un Hannover.
La mayoría de los escoceses no quiso la unión. El inglés Daniel Defoe, enviado a Escocia para hacer propaganda unionista, informó a su Gobierno de que odiaban a los ingleses tanto que eran capaces de unirse a Francia. A las protestas en las calles le siguieron los alborotos, y tuvo que proclamarse en Escocia la ley marcial. La sensación de falsa unidad era grande porque fueron conocidos los sobornos ingleses a los parlamentarios escoceses para votar a favor del Acta de Unión. El Parlamento escocés desapareció y las ayudas económicas tardaron en llegar. Ese descontento se tradujo en los levantamientos jacobitas de 1719 y 1745 para restablecer en el trono escocés a un católico Estuardo; levantamientos que fueron severamente reprimidos.
Era preciso crear desde el Gobierno una identidad. Nació así la britanidad. El impulsor fue el ministro William Pitt el Viejo, que gobernó desde 1756 a 1761. Los instrumentos de esa nueva identidad fueron la noción de Imperio y la externalización del enemigo –Francia, of course–. El mejor medio: la guerra. A esto se sumó, como ha indicado la historiadora Linda Colley en Britons: Forging the Nation, 1707-1837, el protestantismo como seña de identidad, al igual que Francia o España tuvieron el catolicismo. Esto supuso la discriminación de los católicos en la vida británica; especialmente, escoceses e irlandeses.
La britanidad se desarrolló en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), donde Gran Bretaña derrotó a Francia, España y otros países, y consiguió un Imperio. El proyecto imperial supuso la creación de una simbología, una mentalidad e instituciones compartidas; esto es, un proyecto común. Los combates en la Guerra de Independencia de las colonias inglesas de Norteamérica sirvieron para fortalecer la britanidad, incluso en la derrota. La culminación se produjo en las guerras napoleónicas, en las que vencieron al "mayor genio militar de todos los tiempos" sin perder su independencia un solo segundo.
Lo británico eran la Corona, el Imperio y el Ejército, y venía reforzado por un desarrollo económico sin precedentes que colocó al país como primera potencia mundial, con un gran impulso cultural. La reina Victoria fue el símbolo de esa britanidad: marco una era, una época marcada por lo británico, por sus intereses e ideas. Se sentían el país más adelantado, no solo por su economía y ejército invencibles, sino por su liberalidad. En 1832 el Parlamento aprobó la Reform Act, que abría el horizonte a la universalidad del sufragio. Y un año después abolían la esclavitud.
Londres se convirtió en el lugar de acogida de todo tipo de exiliados políticos, desde Karl Marx hasta el carlista Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, que se casó allí con una protestante y se convirtió al liberalismo. La britanidad era una ciudadanía, un sentimiento de pertenencia a un país tolerante y predominante en el mundo, no solo en el campo militar, también en el cultural. Era el país admirado por todos. Mientras el continente europeo se debatía en revoluciones, golpes de Estado, cambios de dinastía y repúblicas, lo británico seguía su avance.
El concepto de britanidad comenzó a diluirse en el momento en que Gran Bretaña dejó de ser un Imperio, tras 1945. La descolonización, el ascenso de otras potencias, como Estados Unidos, la Unión Soviética y China, y la extensión de la ciudadanía democrática a casi toda Europa dejaron lo británico limitado a una matrioska cultural, en muchos casos identificada solo con Londres y lo inglés. Nació así el Partido Nacional Escocés, con una historia mitificada, un folclore sobredimensionado, una resurrección lingüística como seña identitaria y el típico victimismo, que supo canalizar el descontento ante el deterioro lógico del régimen y la crisis económica.
Un mal cálculo inglés ha permitido el referéndum escocés. El mal está hecho: la división de la sociedad escocesa en dos partes difícilmente reconciliables. Al menos un 40% de los escoceses, salga lo que salga en el referéndum del 18 de septiembre, se sentirán frustrados sin remedio. La matrioska británica nunca será la misma.