Suele ocurrir que mucha gente se sorprende ante la sugerencia de que hay fraude en las elecciones estadounidenses. ¿Cómo? ¿En la primera democracia del mundo? ¡Eso es imposible!
Lo cierto es que no solo no es imposible, como lo atestigua la historia de las elecciones norteamericanas (y si no que se lo pregunten, por ejemplo, a Nixon), sino que es un dato que nos atrevemos a calificar como seguro. También en 2020. Lo que se discute no es si habrá a no fraude, pues fraude lo está habiendo ya en el voto anticipado, sino cuál será su magnitud y si afectará a los resultados finales. No hay que olvidar que en algunos estados la diferencia entre Trump y Hillary en 2016 fue mínima y que, aunque seguimos sin saber si nos podemos fiar de las encuestas, todo parece indicar que en 2020 persistirán esas mínimas diferencias en algunos estados clave. En esos casos, el incentivo para cometer fraude electoral se dispara.
Tampoco es que el sistema ayude mucho. El voto por correo ha sido siempre una oportunidad para el fraude. Sin ir más lejos, un empleado de correos de Kentucky ha sido despedido después de haber sido sorprendido tirando a la basura 112 cartas con votos por correo y está a la espera de si su acción es considerada delito federal. Y esto en unas elecciones en las que el voto por correo ha crecido enormemente debido al covid-19; tanto que en la ciudad más importante de Pensilvania, uno de los estados en los que se juegan estas elecciones, Filadelfia, la mitad de los votos podrían ser por correo.
Así pues, el voto por correo, que se limitaba a casos en los que el votante no se podía desplazar por motivos graves, se ha generalizado entre quienes desean evitar las aglomeraciones en los colegios electorales. Al menos 75 millones de estadounidenses ya han votado por correo (en Pensilvania ya son 2 millones, casi un tercio del total de votos emitidos allí hace cuatro años).
En estas elecciones el voto por correo ya no es algo que haya que solicitar, sino que se han enviado masivamente papeletas a todos los potenciales votantes para que hagan uso de ellas. Ojo, se han enviado miles de papeletas a direcciones incorrectas, con nombres erróneos e incluso a personas ya fallecidas. Sólo en el estado de Nueva York se han detectado 100.000 votos con nombres o direcciones incorrectas, y en Virginia estamos hablando de más de medio millón. No hablamos de posibilidades, sino de realidades: en las primarias de Wisconsin, realizadas ya tras la aparición del coronavirus, aparecieron 1.600 votos en una oficina de correos con posterioridad al día de cierre de recepción de votos y 23.000 fueron rechazados por diversos defectos de forma. Esto es lo que ha trascendido de unas primarias en un solo estado. Imagínense lo que pueda ocurrir en unas elecciones presidenciales en muchos estados.
En este contexto, la práctica, permitida en algunos estados, de la cosecha de votos (vote harvesting) ha disparado todas las alarmas. Esta práctica, consistente en que un tercero recoge las papeletas de voto por correo y efectúa el voto, está permitida en 26 estados. Existen algunas restricciones: en diez de ellos el recolector tiene que ser un familiar, y en doce hay límites al número de votos que se pueden recolectar; pero en muchos estados se permite que el recolector trabaje para uno de los candidatos o sea un activista de alguna organización política. En un estado clave como Arizona se permite que sean también los cuidadores quienes recolecten votos, y en Georgia pueden hacerlo los vecinos de un mismo edificio. En Pensilvania es ilegal, pero por el contrario se permite depositar los votos en drop boxes, donde nadie controla quién deposita realmente el voto, e incluso han aparecido voteswagons, vehículos que recorren las calles recolectando votos y que pueden llegar a tener una capacidad de hasta 5.000 votos. Las posibilidades de presionar a quien emite el voto, destruir los que no interesan o rellenar las papeletas según el gusto del recolector son evidentes.
Otra de las cuestiones clave es el plazo posterior al 3 de noviembre dentro del cual se admiten los votos por correo. Por ejemplo, en Wisconsin (con 10 votos en el colegio electoral) un juez federal de distrito estableció a finales de septiembre en seis días el plazo para recibir votos por correo. La medida ha sido tumbada por el Supremo y el límite para la recepción será el día de las elecciones. No ha ocurrido lo mismo en otros estados clave, como Carolina del Norte (15 votos) y Pensilvania (20 votos en el colegio electoral), donde se ha decidido admitir votos por correo hasta el 6 de noviembre, esto es, tres días después de las elecciones, y sin el requisito de que el sello que demuestra que el voto se ha enviado antes del día de los comicios sea legible. La posibilidad de que puedan llegar votos emitidos con posterioridad al anuncio de los resultados provisionales el día 3 no es tan remota. El asunto ha llegado al Tribunal Supremo, donde se ha dado un empate a cuatro en ausencia de Amy Coney Barrett. Resultado: en principio se admiten… y luego, cuando la juez Barrett estudie el asunto, ya se verá. Una situación que Alito, Gorsuch y Thomas han lamentado públicamente: las reglas por las que se rigen las elecciones deberían estar claras con anterioridad a las mismas, sostienen.
Un último elemento se añade a este cóctel potencialmente explosivo: la animadversión de la izquierda a Trump es tal que cualquier comportamiento parece estar justificado para derrotar a quien es considerado la encarnación del Mal. Si ya a principios de los años 60 los demócratas no tuvieron muchos reparos en cometer fraude electoral para aupar a Kennedy a la presidencia de los Estados Unidos, ¿qué no serán capaces de hacer ahora que están a un paso de negarle la humanidad al monstruo que ocupa la Casa Blanca?
En definitiva: fraude, haberlo haylo. Lo que no sabemos es dónde y en qué medida incidirá en el resultado final, pero sí podemos adelantar que es muy probable que la noche electoral no nos deje un ganador definitivo.