Tras la nueva victoria de Joe Biden en Florida, Illinois y Arizona, su candidatura a la presidencia por el Partido Demócrata parece un hecho cierto. Las últimas esperanzas de Sanders se desvanecen ante un establishment unido tras un solo candidato y en una Florida, el premio gordo de la noche en términos de delegados, donde sus declaraciones loando el sistema educativo castrista no le habían granjeado precisamente muchas simpatías.
Los demócratas empezaron las primarias con hasta 30 candidatos, entre los que se contaban mujeres, negros, un homosexual y una amplia gama de registros ideológicos… para acabar apostando por el viejo tío Joe, veterano de 77 años que había perdido las primarias en dos ocasiones previas.
El temor a que Sanders repitiera el camino de Trump hacia la victoria en las primarias hace cuatro años fue clave en el ascenso de Biden. El establishment demócrata vio con lógica aprensión la posibilidad de que el outsider Sanders pudiera rehacer el partido a su imagen y la maquinaria, aún muy eficaz, se puso en marcha. Los votantes negros votaron en masa a Biden en Carolina del Sur, resucitándolo, y alguien importante (algunos dicen que el mismísimo Obama) hizo las llamadas pertinentes para que Buttigieg y Klobuchar se retiraran y dieran su apoyo al ex vicepresidente. Cristalizaba así en un solo candidato el frente #PleaseNotSanders.
La pregunta, una vez dada por descontada su candidatura, es si Biden será capaz de derrotar a Trump.
Al menos, nadie le puede negar la experiencia. Sabe cómo funciona esto del Gobierno… aunque cada vez son más quienes hablan de un manifiesto declinar cognitivo en el demócrata. Veremos si se le nota mucho en los debates. Pero incluso su edad puede ser una ventaja: Biden ya ha anunciado que elegirá a una mujer como vicepresidente, y su muerte o incapacitación durante su posible mandato nos podría dar la primera mujer presidenta de los Estados Unidos.
Pero sobre todo, para muchos, lo mejor de Biden es que no es Trump. Algo innegable pero que genera menos entusiasmo que aquel "Hope" de Obama.
La apuesta por Biden es también una apuesta por lo conocido, por la calma, por no hacer más experimentos. Es la nostalgia por regresar a los viejos buenos tiempos de Obama, es olvidar los grandes proyectos rompedores (Biden se ha desmarcado del Medicare para todos y de las universidades gratis que proponía Sanders) a favor de recuperar un poco de calma, rebajar la polarización de la sociedad e ir tirando. Biden, ha escrito Ross Douthat, supone apostar por una "decadencia sostenible frente a un cambio dramático".
La clave, como en tantas elecciones, será previsiblemente la movilización. Tanto en un campo como en el otro.
A Trump le resultará más difícil movilizar un voto anti: Biden no provoca el rechazo que sí generaba Hillary. Por otra parte, sus éxitos económicos paradójicamente pueden restarle votos: aquellos norteamericanos desesperados dispuestos a romper la baraja que le votaron hace cuatro años es probable que ahora tengan un trabajo decente y ya no sientan la necesidad de dinamitarlo todo con en las urnas.
Por el lado demócrata, la clave para Biden va a ser conseguir movilizar al votante anti Trump. Un votante que existe, es obvio, pero en menor medida que hace unos años. Aquí entra en juego la gran variable desconocida de estas elecciones, una variable que lo puede cambiar todo: el efecto del coronavirus. Los demócratas necesitan que la crisis provocada por el Covid-19 tenga un fuerte impacto (no parece imposible) y que los estadounidenses culpen de ella a la gestión de Trump.
Biden necesita que el coronavirus se convierta para Trump en lo que fue la Crisis de los Rehenes para Carter. Una posibilidad que aún está por ver pero que no podemos descartar completamente a día de hoy.