"Vivimos en una sopa de ADN. Hay ADN por todas partes. Sacudes la cabeza y cae ADN en tu caspa, un pelo de tus piernas arroja ADN al aire. Mientras tenemos esta conversación, posiblemente esté dejando parte de mi genes en su micrófono". Así se dirigía a un periodista del New Zealand Herald el responsable del programa de policía científica de Nueva Zelanda, Keith Berford. Lo hacía en una conversación sobre contaminación genética, término que ha saltado a la actualidad gracias al último comunicado del juez del caso Asunta.
José Antonio Vázquez Taín, del Juzgado de Instrucción nº 2 de Santiago, anunció el archivo definitivo de la causa contra el imputado cuyo ADN fue supuestamente encontrado en la camiseta de la niña asesinada. El magistrado da por hecho que ocurrió una contaminación en el laboratorio del Departamento de Criminalística de la Guardia Civil. Al parecer de su señoría, los trozos de ropa de Asunta en los que se halló semen fueron seleccionados con las mismas pinzas que se habían usado para sostener un preservativo examinado en otra investigación distinta y en la que el sospechoso sí que estaba implicado. El ADN de este hombre contaminó accidentalmente, y ya en el laboratorio, la ropa de la criatura.
El problema de la contaminación por ADN ha sido ampliamente debatido en foros científicos, pero no suele salir a la luz pública. Sólo en el transcurso de juicios muy mediáticos, las dudas sobre la validez científica de una prueba genética criminalística son aireadas. Fue muy sonado, por ejemplo, el caso del asesinato de Meredith Kercher en Perugia, del que fueron acusados Amanda Knox y sus amigos Raffaele Sollecito y Rudy Guede. Sollecito fue imputado porque, según la acusación, se hallaron restos de su ADN en el broche del sujetador de la víctima. La defensa sostuvo en todo momento que se trataba de un error pericial. La prenda estuvo en el suelo, sin ser recogida por los investigadores, hasta 47 días después del asesinato. En ese tiempo fue cambiada accidentalmente de posición varias veces. La defensa aportó un informe científico de los genetistas Stefano Conti y Carla Vecchiotti, de la Universidad La Sapienza, que arrojaba serias dudas sobre el modo en el que los genes del acusado habían ido a parar a la prenda. Durante los días de investigación, cualquier material que hubiera estado en contacto con células de Sollecito (que se sabe que había estado en muchas ocasiones en presencia de la asesinada) podía haber contaminado el broche. De hecho, se presentaron estudios que supuestamente demostraban que el polvo de un aula universitaria contiene restos de ADN de las personas que han pasado por ella suficientemente grandes como para servir en una identificación. ¿Pudo haber volado el material genético de Sollecito desde un vaso, una prenda propia o un resto epitelial hasta el sujetador de la finada?
Uno de los expertos que testificó en el caso, el profesor Giuseppe Novelli fue explícito: "¿Un sujetador impregnado de ADN por un poco de polvo? Es más probable que un meteorito caiga ahora mismo en esta sala y acabe con todos nosotros". Pero la controversia no sirvió para despejar las dudas.
Hay varios artículos científicos que recogen la posibilidad de que se encuentre ADN en muestras recogidas del ambiente, principalmente en polvo. Algunos seres humanos arrojamos al entorno más ADN que otros. Depende del tipo de piel, de la sudoración, si tenemos caspa o no, de la cantidad de pelo que perdemos... Esas huellas pueden conducir a conclusiones equivocadas sobre la intervención de una persona en un crimen. Incluso bajo las más extremas medidas de anticontaminación tomadas por los forenses en el escenario del crimen, la existencia de ADN de entidad suficiente en el polvo ambiental puede producir distorsiones en los resultados. Eso, al menos, opinan algunos expertos.
Dentro de los laboratorios, tampoco escapamos al posible accidente. Uno de los casos de contaminación forense más estudiados internacionalmente es el de Jaydin Leskie, una niña australiana asesinada en 1997 cuando sólo tenía un año de edad. La principal sospechosa fue una mujer (Ms. P.) cuyo ADN había sido identificado en las ropas de la pequeña. Ms. P. vivía a varios kilómetros de distancia de la familia Leskie. Aun así, fue acusada del crimen en virtud de las pruebas genéticas. En medio del proceso se confirmó que se trataba de un error de laboratorio. La acusada había sido víctima de una violación y muestras de ADN suyas estaban siendo analizadas en el mismo laboratorio donde se recogieron los restos de la pequeña asesinada. El material genético migró de una pieza a otra y el caso sigue hoy sin resolverse.
Farah Jama era un joven de raza negra acusado de violación a partir de los restos de ADN aportados por el fiscal. El delito se cometió en un club australiano al que no tenían acceso los menores de 28 años (Farah tenía 21 años en ese momento). Además, la víctima no reconoció que su atacante fuera negro. Aun así, en la ropa de la mujer aparecieron trazas de semen que fueron atribuidas al joven. Después de pasar 15 meses en prisión se descubrió que el resultado había sido un falso positivo. A Farah se le había extraído tejido epitelial mediante un frotis bucal un día antes de que las muestras de semen recogidas del escenario del crimen llegaran al laboratorio. De alguna manera, sus células cayeron en el resto seminal pervirtiendo la prueba. Durante el juicio, el forense del caso aseguró que había "sólo 1 entre 8.000 millones de probabilidades de que el semen perteneciera a otra persona que no fuera Farah". Al chico le tocó una triste lotería.
Uno de los casos de contaminación más abracadabrantes es el del ciudadano de Michigan, Estados Unidos, Gary Leiterman. En 2004 este hombre fue condenado por el asesinato de una mujer en 1969. Leiterman era un adicto a la Vicodina y fue investigado por uso fraudulento de recetas de dicho medicamento. Durante el proceso y su posterior paso por un centro de rehabilitación tomaron muestras de su ADN para los archivos policiales (tal como exige la legislación de Michigan para todos los condenados en asuntos relacionados con drogas). Las muestras fueron procesadas en el mismo laboratorio donde se estudiaba la ropa interior encontrada en el cadáver de la mujer 35 años antes y cuyo caso seguía abierto. De alguna manera, el ADN de Leiterman contaminó la prueba del homicidio. En aquellas ropas también apareció sangre de otro individuo, un hombre que estaba en prisión y que en 1969 tenía solo 4 años. Parecía evidente que en aquel laboratorio de Michigan el tráfago de ADN de unas pruebas a otras era más que habitual. Tanto que el responsable de la unidad de criminalística de ese estado tuvo que dimitir. Pero eso no libro a Leiterman de ser condenado por asesinato. Para tranquilidad de conciencias, el hombre tampoco era un angelito. Durante la investigación la policía halló en su domicilio material pedófilo. Curiosamente, el juez no permitió que el jurado tuviera acceso a este último detalle porque consideró que podría contaminar el caso juzgado de asesinato.
Solemos pensar que la ciencia forense es exacta. Afortunadamente suele acertar. Pero cada vez contamos con tecnologías más avanzadas que permiten realizar amplificaciones de ADN desde muestras cada vez más pequeñas y llegar a generar identificaciones con ellas. Eso facilita la persecución del crimen pero también aumenta las probabilidades de error. Ni siquiera la sacrosanta huella dactilar es un método de identificación científicamente infalible... pero de eso ya hablaremos otro día.