La Organización Mundial de la Salud ha hecho público su informe preliminar sobre las consecuencias de la fuga de radiación en la central nuclear de Fukushima Daiichi tras el tsunami que asoló Japón en marzo de 2011. A la luz de las conclusiones y del impacto que han tenido en los medios, podríamos deducir sin que nos acusaran de tibios que el informe no es ni bueno ni malo. La crónica de los hechos podría titularse de esta guisa: " El accidente nuclear aumentó el riesgo de cáncer", como de facto han hecho muchos medios y no mentiríamos. Tampoco lo haríamos si afirmáramos que "El accidente nuclear ha supuesto un ínfimo aumento de los riesgos de cáncer". Es más, ni siquiera sería mentira titular: "Las niñas que vivieron cerca de Fukushima tendrán un 70 por 100 más de probabilidades de padecer cáncer".
¿Quién tiene razón? Todos.
Según certifica ahora la OMS (y eso tampoco es mucho decir), el accidente nuclear posterior al terremoto de magnitud 9 en el área de Fukushima produjo la emisión de significantes cantidades de radiación al ambiente. La mayor parte de esa radiación se dispersó en un área de unos 50 kilómetros hacia el noroeste. El estudio ha considerado las mediciones radiológicas realizadas desde septiembre de 2011 y el lugar en el que se encontraba la población estudiada en el momento de la liberación radiactiva. Con esos datos se ha determinado que el 30 por 100 de la radiación que recibirán los vecinos de Fukushima en su vida la han absorbido ya. El resto les afectará de manera progresiva en los próximos 15 años. El resultado más importante de la investigación es que la mayor parte de los habitantes en un entorno de 20 kilómetros de la central han estado expuestos a una radiación de entre 1 y 10 milisieverts (mSv) en el primer año después de la catástrofe. En dos lugares la radiación ascendió hasta los 50 mSV. En el resto de Japón, la radiación extra fue de entre 0,1 y 1 mSv. A nivel planetario el impacto no supera los 0,01 mSv. ¿Y esto es mucho o poco?
Los entre 1 y 50 mSv que recibieron los habitantes de Fukushima pueden compararse con otras fuentes de radiación habituales. Una central nuclear activa en condiciones normales puede irradiar un máximo de 1 mSv al año. Fuentes naturales de radiación mineral o cósmica a las que todos estamos expuestos simplemente por vivir en la Tierra superan los 2,4 mSV. Un TAC (tomografía axial computarizada) para una prueba médica nos expone a 10 mSv siempre que no se repita y que no afecte a todo el cuerpo.
Estos datos realmente no nos dicen mucho porque lo que más nos importa es saber cómo afectan estas radiaciones a nuestra salud. En concreto, son especialmente vigiladas las dosis de Yodo-131 (conocido también como radioyodo), que tiene la particularidad de acumularse en las glándulas tiroides y que puede aumentar el riesgo de padecer cáncer, sobre todo en población femenina joven.
Los resultados arrojan que en las cercanías de la central nuclear las niñas han visto aumentar el riesgo de padecer cáncer de tiroides en un 70 por 100. Para otras patologías, como los tumores sólidos, el cáncer de mama y la leucemia, el riesgo ha aumentado entre el 4 y el 7 por 100.
Los datos son datos. Pero pueden convertirse en armas arrojadizas si se dan incompletos. Para saber cuán probable es que una niña habitante de la zona desarrolle un cáncer a lo largo de su vida hay que estudiar los riesgos de la población general.
Entre las japonesas sanas, la probabilidad de padecer cáncer de tiroides es del 0,75 por ciento. Un aumento del 70 por 100 generado por la radiación de Fukushima eleva la probabilidad al 1,25 por 100. Es decir, las niñas afectadas por la radiación tendrán una probabilidad de padecer cáncer de tiroides de un 1,25 por 100.
Ninguna estadística sobre mortalidad es suficientemente tranquilizadora. Un solo muerto de cáncer es mala noticia. Pero quizás no sea malo recordar que el aumento de riesgo detectado en Fukushima está muy por debajo del riesgo de enfermar por otras actividades, como fumar, exponerse a demasiada radiación solar o volar demasiado en avión.
Los datos arrojados sobre Fukushima no han de servir para relativizar el riesgo de los accidentes nucleares. Menos aún pueden ser esgrimidos para demonizar a esta fuente de energía. La energía nuclear no es mejor ni peor, más segura o menos, más eficaz o más insostenible después del informe de la OMS. Pero algo sí podríamos aprovechar para aprender.
Durante las primeras horas y días después del accidente (que, recordemos, fue una consecuencia de un tsunami que sí mato a decenas de miles de personas) no fueron pocas las voces que nos alertaron del desastre nuclear que se avecinaba. Entre ellas, también hubo científicos apresurados que perdieron la parsimonia que se les supones, quizá deslumbrados por los focos de la actualidad. Un eminente catedrático de física de Madrid nos atragantó la comida aquella tarde de marzo cuando apareció en Antena 3 anunciando: "En varios cientos de kilómetros a la redonda, la zona quedará inhábil para la vida durante muchos siglos". Es lo que hay, "la ciencia no cree en milagros", dijo.
Hoy sólo debemos concluir que, o bien existen los milagros, o las oportunistas alertas de catástrofe global eran ligeramente exageradas.