No es un chicle, pero casi. Parece que su vida útil puede estirarse tanto como quiera el consumidor. Corrijo: el consumidor es precisamente el que menos pinta en este juego, pues la caducidad de un yogur es tema que se decide en los despachos de los productores, distribuidores y procesadores... como debe ser. Cuanto menos metan la nariz los políticos en el tema, mejor.
Arias Cañete decidió hace tiempo dejar de meter la nariz en la cuestión de la caducidad del yogur y esta semana se despidió de su ministerio cumpliendo lo que había prometido: estampar en el BOE la norma que elimina la fecha de caducidad impuesta por la administración a los productores de yogures. Ahora son los actores principales (las empresas que concurren libremente en el mercado) los que deben decidir la fecha de consumo preferente que ponen a sus productos.
Pero ¿cuánto puede durar de verdad un yogur?
La respuesta no es fácil porque, para empezar, tampoco parece que tengamos muy claro qué cosa es eso a lo que llamamos yogur. Uno de los grandes caballos de batalla de los lobbies de la industria láctea ha venido siendo la regulación del concepto yogur, que hoy incluye a productos como los lácteos pasteurizados después de la fermentación, que hace un par de décadas no tenían la categoría de yogur. En esencia, un yogur es un alimento que se obtiene de la fermentación de la leche coagulada. Se produce mediante el uso de bacterias Lactobacillus bulgaricus o Streptococcus thermophilus. No se contempla la palabra yogur para productos fermentados con otros microorganismos.
El método de producción es importante. Durante décadas, el mercado del yogur en España estuvo dominado por la multinacional Danone, que llegó a tener un 50 por 100 de cuota. Tras ella, dos lejanos competidores (Nestlè y Central Lechera Asturiana) y una miríada de pequeños actores. Hasta que el grupo Pascual decidió cambiar el tablero sobre el que se jugaba. Introdujo una nueva tecnología de pasteurización después de la fermentación, con lo que lograba un producto capaz de mantener su calidad hasta tres meses sin necesidad de conservación en frío. Tras una dura batalla legal, Pascual logró que a este nuevo producto también se le permitiera utilizar el sello yogur, a pesar de la oposición de todos los fabricantes del postre tradicional.
Los productores deben realizar una serie de análisis microbiológicos, físico-químicos y organolépticos para determinar cuánto va a durar su producto. Esa es, a partir de ahora, la base sobre la que se decidirá la fecha de consumo preferente. Sobre esa base, una serie de factores comerciales determinarán qué pondrá realmente en la etiqueta.
Desde el punto de vista químico, con el paso del tiempo un yogur tiende a aumentar su grado de acidez. Por lo tanto, disminuye su PH, lo que provoca, entre otras cosas, un cambio en la estructura de sus proteínas. El resultado es que el producto pierde capacidad de retener agua. Esa capa de suero que aparece muchas veces en la parte superior del yogur se debe, en ocasiones, a este fenómeno. El paso del tiempo también afecta a la esponjosidad de la textura del producto.
Pero ninguno de estos fenómenos supone una preocupación sobre la seguridad del alimento. Lo que realmente importa a la hora de decidir cuán seguro es un yogur es su comportamiento microbiológico.
Como el yogur es un producto fermentado y por lo tanto de alta acidez, la aparición de bacterias patógenas como las de tipo Clostridium es algo más difícil que en otros alimentos. Incluso aunque se rompa la cadena del frío y el yogur quede expuesto a altas temperaturas durante mucho tiempo, lo más probable es que no surjan estos microorganismos, sino otros menos dañinos (levaduras o mohos). Estos alteran el aspecto y pueden llegar a producir gases o algunas toxinas, pero en casos muy extremos.
Se puede decir, por lo tanto, que en condiciones normales un yogur es seguro hasta mucho más allá de los 28 días que marcaba hasta ahora su fecha obligatoria de caducidad.
Las decisiones sobre la duración de un alimento están sin embargo influidas por otros aspectos menos científicos. Hasta ahora, por ejemplo, los productores españoles jugaban con cierta desventaja al verse obligados a etiquetar con fecha de caducidad los mismos productos que en Europa se podían marcar solo con "Fecha de consumo preferente". Además existía cierta falta de criterio cuando se imponía la misma fecha de caducidad a productos evidentemente distintos (con o sin frutas, tradicionales, naturales...).
Ahora le toca a la industria mover ficha. Y no sería extraño que, con el tiempo, viéramos en las estanterías yogures cuya fecha de consumo preferente coincida con los 21 días después de la producción de la extinta fecha de caducidad. Porque la fecha de consumo es un factor vital en la comercialización. Mantener una industria alimentaria hipertrofidada por las subvenciones, superprotegida de la competencia exterior y deficitaria en algunos casos exige que los productos pasen el menor tiempo posible en las neveras de los consumidores. La dilatación de los tiempos entre la producción y el consumo genera costes que la industria no querrá asumir.
A menudo se nos vende la mercancía de que la ampliación de las fechas de consumo reducirá la vergonzante cantidad de toneladas de alimentos que se tiran a la basura cada día. Pero el argumento tiene sus fallas: la mayor parte de los alimentos que se destruyen proceden de la propia industria o de intermediarios (distribuidores, hosteleros...), no de los hogares. Contra esas prácticas (que se utilizan para regular costes y precios), la fecha de caducidad del envase no tiene ningún efecto.