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Jorge Alcalde

La NASA nos pone de los nervios

Ya escama que una y otra vez la NASA nos prometa cambiar el rumbo de la historia para luego dejarnos a medias.

Ya escama que una y otra vez la NASA nos prometa cambiar el rumbo de la historia para luego dejarnos a medias.

Hay cierta tendencia entre los responsables de la NASA a jugar a ponernos de los nervios. Le han cogido gusto a anunciar hallazgos excepcionales con tiempo suficiente para que los medios de comunicación aireemos la noticia (o la no noticia) y los científicos se puedan tentar la ropa con cara de espabilados: "Yo no he dicho nada, que conste".

Sucedió hace casi 20 años, cuando medio mundo se conmovió con la historia del meteorito ALH 84001. Aquella roca rosada fue durante años una superstar de la ciencia. Había formado parte del suelo marciano antes de que un impacto la arrancase del Planeta Rojo y la enviara con destino a la Tierra, hace unos 13.000 años.

No fue sorprendente hallarla. De hecho, el año en que se descubrió aparecieron otros 57 meteoritos de Marte en nuestro planeta. Lo sorprendente fue encontrar dentro de ella unas estructuras en forma de minúsculos globos que parecían fósiles de bacterias antiquísimas. ALH 84001 se convirtió así en la piedra más famosa de la historia, la evidencia definitiva de que Marte pudo albergar vida.

Poco después, estudios más detallados de las muestras desvelaron una alta probabilidad de que los restos biológicos procedieran de una contaminación en nuestro propio planeta. La vida marciana terminó siendo más terrícola de lo que se esperaba.

No seré yo el que se vista de purista y se queje en exceso de estas alarmas. Hay que reconocer que la ciencia anda necesitada de atención y que, puestos a reclamar portadas en los medios, prefiero que se las den a una roca marciana contaminada que a los protagonistas de Gandía Shore.

Pero ya escama que una y otra vez la NASA nos prometa cambiar el rumbo de la historia para luego dejarnos a medias sin remisión.

Hace un par de años repitieron el hallazgus interruptus con el anuncio de un supuesto estilo de vida único, capaz de sobrevivir en arsénico. Si un bicho puede habitar un ambiente bioquímico de estas características, quiere decir que también podría encontrare en tierras que hasta ahora se creían inhabitables. Una vida basada en el arsénico abre el abanico de mundos candidatos a ser colonizados con microorganismos. Una vez más, la noticia quedó enfriada en un santiamén. En este caso, no porque fuera falsa, sino porque muy pronto se descubrió que era irrelevante. La tolerancia a la bioquímica del arsénico no suponía ningún avance serio hacia la vida extraterrestre.

Esta semana, un científico implicado en uno de los experimentos a bordo del laboratorio Curiosity (que a estas horas nada surcando la superficie marciana en busca de muestras para el estudio) ha vuelto a liarla. "Antes de fin de año –dicen que ha dicho– haremos un anuncio que va a cambiar los libros de historia". ¿Un anuncio definitivo sobre vida extraterrestre? Si juzgamos al reo por sus antecedentes, más vale que no nos lo creamos. Pero es tan pronto para tirar las campanas al vuelo como para echar un jarro de agua fría a las expectativas. Habrá que estar moderadamente atentos.

Porque está claro que los seres humanos no vamos a cejar en nuestro empeño de encontrar alguien ahí fuera.

Soñar con la existencia de otras formas de vida es una excelente excusa para no enfrentarnos a una de las constataciones más perturbadoras a las que tiene que someterse el intelecto humano: la sensación de soledad cósmica, la sospecha de que somos los únicos habitantes de un universo que cada vez descubrimos más ancho; la desazón que acompaña al género Homo desde que hace menos de 30.000 años fuera abandonado a su suerte por el último de sus parientes vivos: el hombre de Neandertal. En la fría y árida Europa de hace más de 25 milenios hubimos de compartir por última vez en la historia espacio con otro Homo, tal y como había ocurrido desde hace al menos un millón de años. La desaparición del primo Neandertal nos arrojó a la soledad más absoluta como especie. (A este respecto, habría que considerar quizás que aún nos quedaba un pariente más o menos cercano, el Homo floresiensis, confinado en lo que hoy conocemos como Isla de Flores, en Indonesia. Parco consuelo en cualquier caso, dado el aislamiento insular en el que se desarrolló esta curiosa y efímera especie humana). Huérfanos en un planeta que aprendimos a dominar y que pronto se nos quedó pequeño, los Homo sapiens hemos soñado (deseado) la visita inesperada de un vecino desconocido. A veces con el temor a que nos expulsara de nuestro paraíso terrenal, a veces con la esperanza de que nos iluminara con unas nuevas y más bellas maneras de vivir. Es probable que esa sea la razón por la que sistemáticamente las iconografías extraterrestres han tenido una manifestación fieramente humana: siempre son hombrecillos más o menos agraciados, con cabezas más o menos oblongas y brazos más o menos hipertrofiados; pero brutalmente antropomórficos. Y la razón por la que una y otra vez nos dejamos ilusionar con la más diminuta insinuación de que puede haber vida en Marte.

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