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Jorge Alcalde

La ciencia encantada

El principal efecto del encantamiento generalizado para con lo biomédico es que los medios generan expectativas que la ciencia no puede resolver.

El principal efecto del encantamiento generalizado para con lo biomédico es que los medios generan expectativas que la ciencia no puede resolver.

Pocas veces la ciencia médica ha desplegado tal capacidad de seducción, fascinación y encantamiento como en estas dos últimas semanas. La confluencia de dos noticias biosanitarias dispares pero coincidentes en el tiempo ha servido para llenar, no sin razón, las páginas de los periódicos y las escaletas de radios y televisiones con loas al avance de la medicina contemporánea.

Una, la decisión de Angelina Jolie de someterse a una mastectomía radical profiláctica, ha sido motivo de todo tipo de comentarios más allá de la prensa especializada. La otra, la obtención en Oregón del primer embrión producto de la clonación de células humanas, ha ocupado las portadas de los principales medios planetarios.

Que una mujer pueda acceder libremente a una terapia capaz de reducir su riesgo de padecer cáncer de mama y ovario en cerca de un 80 por 100, y que además esa mujer sea una estrella de alcance mundial, no puede ser calificado de otro modo que de buena noticia. También lo es, sin ambages, que la biomedicina dé un paso hacia adelante en la obtención de células pluripotentes humanas que permitan aspirar al tratamiento de ciertos males hoy incurables, reduciendo al mínimo los riesgos de rechazo.

Pero ocurre a menudo que, del mismo modo que las virtudes de la persona amada se exageran con los vapores del vino, el efecto etílico de los grandes titulares nos termina haciendo sobreestimar nuestra capacidad de juicio ante las grandes noticias. Ha pasado ya un tiempo prudencial para que la resaca desaparezca, y quizás ahora sí podamos mirar cara a cara a las dos noticias y ver nuestro rostro encandilado reflejándose en su espejo.

Es el momento de juzgar si fuimos los medios de comunicación fieles a nuestro compromiso de ponderación, escepticismo y balance, si transmitimos todas las aristas de cada uno de los acontecimientos sin juicios apriorísticos. Y, sobre todo, si servimos una información veraz, suficiente, relevante y útil para aquellos que más pueden sentirse concernidos: los enfermos y las enfermas.

El mismo día en que se anunciaba la primera clonación humana fui acometido por varios medios para que diera mi opinión. Y aunque traté de ser tan prudente como mis entendederas dictaban, no puede evitar que más de dos y de tres colegas de profesión me abordaran en los pasillos con algunas cuitas personales. Padecían enfermedades o eran familiares de quienes padecían enfermedades hoy incurables: "¿Este avance puede ayudar a curar lo mío? ¿Cuándo?".

El principal efecto del encantamiento generalizado para con lo biomédico es que los medios generan miles de expectativas que la ciencia no puede resolver.

En 1999 el presidente del Instituto Nacional para el Estudio de las Enfermedades Neurológicas de Estados Unidos, el doctor Gerald Fischbach, anunció ante el Senado de su país que, "con habilidad y un poco de suerte", el párkinson sería curado "en una década". Durante los años 80 y 90 del pasado siglo, el avance en técnicas de regeneración tisular había sido tan brillante que no parecía descabellado pensar que la ciencia estaba cerca de lograr la sustitución de tejido cerebral dañado por uno sano. Por desgracia, hoy seguimos lejos de lograr la curación definitiva de esa enfermedad.

Las decepciones han sido en algunos terrenos especialmente morrocotudas: en aquellos en los que las expectativas fueron mayores. Durante las últimas dos décadas nos hemos hartado de leer noticias sobre el imparable avance en áreas como la medicina molecular, las células madre, la terapia génica, la comprensión del genoma humano. Y en algunas ocasiones ha parecido transmitirse la idea de que la manipulación de nuestras células abre posibilidades similares a lo que supusieron los antibióticos para las enfermedades infecciosas: poner en mano de los médicos la capacidad milagrosa de curar, tarde o temprano, casi todo.

Nada más lejos de la realidad. Las enfermedades han demostrado ser infinitamente más complejas de lo que parecían. Incluso en aquellas de las que conocemos con cierto grado de certeza la implicación de uno o varios genes, las interrelaciones entre unos genes y otros, entre las expresiones de cada uno de ellos y la confluencia inevitable del ambiente siguen componiendo un puzzle inabarcable.

Pero la maquinaria de hacer noticias no se detiene. Y a la presión mediática por imprimir el titular más impactante se une la necesidad de la industria y la Academia de lograr la relevancia pública necesaria, y la de los propios científicos, que, honestamente, quieren gritar al mundo que están a punto de lograr algo gordo.

El asunto es especialmente relevante en algunos países, como Estados Unidos, donde la financiación para una investigación no está garantizada por ningún sistema de subvenciones estatales fijas. Allí se produce cada año una suerte de olimpiada científica donde sólo los mejores se llevan el gato al agua de los inversores, las administraciones que controlan los impuestos, los donantes anónimos. Para recibir financiación hay que prometer curaciones, hay que demostrar que se está cerca de lograr avances significativos en un marco temporal realista. De esa suerte, la selección natural, con ayuda de los medios de comunicación, decide qué líneas de investigación sobreviven.

En ese campo de batalla queda poco espacio para el matiz. Para preguntarnos si realmente estamos haciendo lo correcto elogiando sin contrapesos la clonación de una célula humana o el sometimiento a una cirugía radical que va a cambiar para siempre la vida de una estrella de Hollywood. Los reparos éticos, las dudas técnicas, los efectos secundarios no se tienen en cuenta porque prevalece la urgencia del aplauso. El fin del avance terapéutico justifica el medio de la renuncia a la parsimonia que debe imperar en toda empresa científica.

Por el camino, se han quedado fuera del debate algunos argumentos. Por ejemplo, que la clonación no es el único (ni siquiera es el mejor) sistema para obtener células madre curativas. Que el avance de Oregón se ha realizado sin ningún fin terapéutico: no es más que un paso de ciencia básica que pretende validar una técnica a la que le quedan años de maduración. Que a millones de ciudadanos del planeta (muchos científicos incluidos) les espanta la perspectiva de fomentar la donación masiva de óvulos y la generación a escala de embriones humanos que han de ser desechados en pos de la posible curación de ciertas enfermedades. Que, al final, las autoridades tendrán que elegir si destinan sus fondos a este tipo de prácticas o prefieren seguir investigando en otras estrategias de curación o mitigación de los grandes males que afectan a ser humano moderno y que no implican clonación de embriones. Y, llegado ese momento, nadie duda de que la decisión será más política que científica. ¿O acaso no es política que la primera clonación se haya realizado en Estados Unidos, donde Obama, casi como primera decisión de gobierno, optó por restituir los fondos a las investigaciones con células madre embrionarias, que su conservador antecesor había bloqueado? ¿No es política más que ciencia que España sea de los pocos países del mundo que acepta la clonación humana merced a una ley impulsada por un ministro socialista (Bernat Soria) que se tomó el empeño como una batalla épica después de que el PP estuviera a punto de sancionarle por usar células madre embrionarias?

En el saco de los argumentos perdidos por las prisas se queda que muchos médicos y muchas asociaciones de mujeres con cáncer de mama no están de acuerdo con la imagen que los medios han dado de la decisión de Angelina Jolie: la opinión generalizada de que la única alternativa contra el cáncer cuando se poseen genes BRCA mutados es la mastectomia radical. Parece desprenderse que la extirpación total del tejido mamario es una solución inocua, efectiva al 100 por 100, fácil para la mujer que la sufre. Se olvida el drama de miles de mujeres que pretenden combatir la enfermedad manteniendo sus senos y sus ovarios porque aspiran a volver a ser madres, porque no se incluyen en el grupo de pacientes que puede tolerar una cirugía de tales características o simplemente porque a ellas y a sus médicos les ha perecido libremente la mejor opción. Se diluye que los test de identificación de genes BRCA que pueden determinar la presencia de la alteración que tiene Angelina Jolie están patentados, que las acciones en bolsa de la empresa que los distribuye en Estados Unidos han crecido un 54 por 100 desde la noticia de Jolie y que dicha empresa está en pleno proceso de ratificación de su patente por el Tribunal Supremo de aquel país. Que en España puede cubrirlos la Seguridad Social pero en otros muchos países están fuera del alcance de la mayoría de las mujeres. Que las probabilidades de sufrir cáncer de mama de una mujer que posee esos genes mutados y que se han publicado en la prensa se refieren a todo su periodo de vida hasta los 80 años, y que en ese periodo de vida es 8 veces más probable que Angelia Jolie muera de enfermedad cardiaca que de cáncer de mama.

Las dos noticias de las que estamos hablando son excelentes noticias, pasos de gigante en el mundo difícil de la medicina contemporánea. Y muchos lectores, sobre todo lectoras con riesgo de padecer cáncer de mama, han hecho bien en recogerlas con alborozo. Angelina Jolie es una mujer valiente. Pero no es la única. Ni sus médicos son los mejores. Hay miles de mujeres que voluntariamente optan por otras alternativas terapéuticas y miles de médicos e investigadores que siguen luchando para que la curación sea más rápida y menos dolosa. Estos días los medios de comunicación, quizás cegados por el brillo del veloz avance de la medicina, hemos perdido la ocasión de brindarles, también a ellos y a ellas, su propia estrella de Hollywood.

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