Al menos 4.427.930 personas en España no padecen este año síndrome postvacacional, esa enfermedad de moda en los medios de comunicación cada septiembre. No tendrán ansiedad y estrés relacionado con la vuelta al trabajo, no pacerán cambiantes estados de ánimo, síntomas precursores de la depresión, nostalgia. No les costará más de la cuenta levantarse por las mañanas. Sencillamente están en paro. No tienen vacaciones. No hay síndrome.
Padecer depresión después de cumplir el merecido periodo de holganza laboral no solo es un acto de egoísmo insolidario (deberíamos alegrarnos de poder contar con vacaciones), sino que la mera existencia de este mal plantea muchas dudas científicas.
Recientemente, el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, Jerónimo Sanz, quiso dejarlo claro: el síndrome postvacacional no existe. Al menos no puede considerarse una enfermedad definida, única. Los síntomas que se relatan corresponden a un estado emocional normal en cualquier circunstancia que requiera adaptación a un cambio. En su opinión, la irritabilidad, el insomnio y la ansiedad que se manifiestan tras volver al trabajo después del verano se corresponden con un estado de ánimo pasajero y breve más o menos negativo, pero nunca comparable con una enfermedad como la depresión, que sufren seis millones de españoles y es la segunda causa de baja laboral.
¿Será verdad lo que dice el doctor? Por muy presidente de los psiquiatras que sea, parece que sus palabras se dan de bruces contra la realidad. La empresa de recursos humanos Randstad asegura poseer encuestas que demuestran que el 56 por 100 de los trabajadores españoles reconoce padecer síndrome postvacacional. El 44 por 100 de ellos dice que tarda una semana en recuperarse y solo un 17 por 100 se siente mejor al segundo día de trabajo. Para colmo, cuanto mayor es el nivel educativo más grave parece la enfermedad. Sólo el 12 por 100 de los trabajadores con estudios universitarios se cura al segundo día. ¿Qué raro virus hay que selecciona de tal manera a sus víctimas según el currículum?
La certificación científica de este supuesto mal es muy problemática. No existen evidencias sobre su etiología, por ejemplo. ¿Qué factores de riesgo lo provocan? ¿Ocurre solo en verano? ¿Sólo cuando uno se va de vacaciones más de una semana? ¿Hay un síndrome post fin de semana? Si me cojo tres horas de asuntos propios, ¿me deprimirá volver al trabajo? Los estudios más fiables sobre el asunto sí han encontrado evidencias que relacionan el malestar en el trabajo con la propensión a odiar el volver de vacaciones. El verdadero síndrome que requiere tratamiento es el que padecen aquellos que sufren mobbing laboral o escolar. En esos casos sí que hay rasgos psiquiátricos comunes, propios de estados severos de depresión y estrés que tienen que ser tratados. Para el resto de currantes, la sensación de malestar propia de los primeros días de rutina no pasa de ser un mecanismo natural de adaptación psicológica al cambio. Al fin y al cabo, el estrés nació como herramienta de defensa evolutiva para alertarnos de modificaciones repentinas en el entorno que pudieran ser una amenaza (el movimiento de ramas en el bosque, por ejemplo, puede suponer la presencia de un depredador). Desde que somos primates listos, todos los cambios de estado nos agobian. Pasar de la inacción a la tarea diaria, también.
¿Pero estamos por ello enfermos? ¿Tenemos necesariamente que ir al médico para que nos cure la morriña después del veraneo?
Más nos vale tener cuidado con las cosas que elegimos curarnos. Cada año el mundo se gasta 40.000 millones de euros en comprar medicinas que no curan nada, según un informe sobre tendencias del mercado farmacéutico presentado por Deutsche Bank. Una nueva tendencia empieza a convertirse en fenómeno estelar dentro del mercado de los medicamentos: el auge de las llamadas píldoras del estilo de vida, de los productos médicos diseñados para combatir condiciones, molestias o características funcionales que, en sí mismas, no suponen ninguna amenaza para la salud de paciente, pero que repercuten en su sensación de calidad de vida. La calvicie, la impotencia, las bolsas de los ojos, el jet lag, la resaca o el mal humor después de venir de la playa no pueden considerarse enfermedades, no son graves, no producen bajas laborales ni amenazan la vida de nadie pero se han convertido en una mina de nuevas píldoras, cremas, tratamientos y terapias.
Y no será porque no nos advirtieron. Platón mismo dejó escrito que "una ciudad griega en la que sólo pululan los médicos y los juristas no es un estado sano". Se refería a la obsesión de la Grecia del siglo IV antes de Cristo por mantener la salud a toda costa. "El enfermo ha de resignarse a su destino –continuaba–. Un tratamiento largo y complicado no tiene más resultado que mimar la enfermedad; impide al ciudadano cumplir con sus deberes domésticos, privados y militares, aplaza el momento de la muerte".
Quizá no haya que ir tan lejos, ¿verdad? Quizá baste con reconocer que hay estados de ánimo que debemos sobrellevar sin ayuda del doctor (la muerte de un ser querido, la incertidumbre ante un nuevo proyecto, el cambio de hogar, la vuelta al cole…). Y desear que el año que viene una buena parte de las 4. 427.930 personas hoy vacunadas contra él padezcan un pedazo de síndrome vacacional en septiembre.