Artur Mas llegaba al Palacio de Justicia, sede del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, a las 9.45 horas de la mañana después de un perfectamente planificado largo recorrido por la Avenida Lluís Companys de Barcelona. No venía solo. Estaba arropado por todos los consellers de su Gobierno en funciones, entre ellos el de Justicia, Germà Gordó; la todavía presidenta del Parlament, Núria de Gispert; una numerosa representación de los miembros de la candidatura de Junts pel Sí; el candidato de la CUP, Antonio Baños, y más de 400 alcaldes. Caminaba parsimoniosamente. Engolado. Pagado de sí mismo y orgulloso del momento.
Al llegar a las escaleras del TSJC, las 2.000 personas que sitiaban el TSJC congregadas en su apoyo rompían en cánticos como "Mas president, Catalunya independent", "Tots som Mas", "Independència", "Fora la Justícia española"… para finalmente cantar Els Segadors y la canción "L'Estaca" de Lluís Llach. La escena era coloreada por centenares de banderas independentistas, esteladas. Ninguna senyera. Paroxismo procesista en un escenario sociopsicológico de histeria colectiva.
Artur Mas entró a declarar. Su épica a las puertas del Palacio de Justicia se transmutó en cobardía dentro de la sala delante de los magistrados, eludiendo su responsabilidad asumida en público para centrifugarla en los voluntarios de la farsa de referéndum que costó a los catalanes 13 millones de euros. Un valiente muy cobarde en línea con lo que ha sido toda su vida. Artur Mas quiso ser mesías y ahora suplica por convertirse en un mártir sin pasar por el martirio.
Al salir, el tribunal de justicia seguía sitiado por los seguidores de un imputado por desobediencia, prevaricación, usurpación de funciones y malversación de fondos públicos. Un representante del Estado que había engañado al Estado, según sus propias palabras. La escena era propia de un régimen e indigna de una democracia. Con una escenografía medida y estudiada, levantó el brazo. Lo extendió como hacían los dictadores antaño, aunque él lo hace con una particularidad, ocultando el pulgar y abriendo los cuatro dedos de su mano, simbolizando las cuatro barras, y saludó. El caudillo del proceso tenía su momento de gloria.
Pero la imagen más impactante dentro del impacto brutal que significa ver asediada una corte judicial para coaccionar la decisión de los jueces no era la de los consejeros escoltando al imputado, ni la de la presidenta del Parlament llorando en un ridículo remedo de plañidera política, ni la de una multitud de personas enfervorecidas. No. Lo realmente impactante era ver, mientras Mas saludaba brazo en alto, a cientos de alcaldes esgrimiendo como armas los bastones de mando de sus ayuntamientos. Blandiendo unos bastones de mando que en ese contexto habían dejado de representar el símbolo la autoridad de un alcalde democrático para, vejados en su función, transformarse en primitivas armas ofensivas como símbolo de la deriva autoritaria y del secuestro de las instituciones de todos los ciudadanos por el separatismo en Cataluña.
Bastones transformados en palos, en lanzas, en remedos de porras que metafóricamente se ponían al servicio del cacique. Símbolos de la autoridad que al alzarse y empuñarse como vulgares objetos perdían su dignidad para convertirse en la metáfora de la amenaza violenta a la democracia que plantean aquellos que han decidido romper con las reglas de juego democrático usando y abusando de las instituciones, anunciando el desacato y la desobediencia de leyes y sentencias, cruzando así todas las líneas rojas que delimitan el respeto al marco de convivencia democrático, emprendiendo el camino a sedición.
Preguntaba Artur Mas a los magistrados que le interrogaban si "el tribunal debe juzgar "si comportarse como un demócrata equivale a actuar como un delincuente". Lo que nos preguntamos los catalanes es si en Cataluña comportase como un delincuente equivale a actuar como un demócrata si eres el presidente de la Generalitat de Cataluña. Y, sobre todo, cómo va a defenderse nuestra democracia de sus enemigos.