El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, ha denunciado lo que denomina "provocaciones" registradas recientemente en el Monte del Templo. Las implicaciones de esa afirmación estaban claras. El representante de Naciones Unidas se hacía eco de la indignación de los árabes que habían protestado por el hecho de que los judíos, con motivo de la festividad de Sucot, realicen una visita a un complejo que es el lugar más sagrado del judaísmo, así como el tercero más santo de los musulmanes. Pero la idea de que el hecho de que los judíos caminen por la explanada que se alza sobre la plaza del Muro Occidental sea algo intrínsecamente "provocativo" es más que injusta. Nos dice prácticamente todo lo que necesitamos saber sobre por qué ni se vislumbra siquiera un fin del conflicto árabe israelí.
Los palestinos están indignados por la presencia de judíos en el Monte del Templo y, en particular, por la de Moshé Feiglin, un miembro de derechas de la Knéset (Asamblea legislativa), feroz crítico del primer ministro Benjamín Netanyahu. La aparición de Feiglin contribuye a dar fuerza a las afirmaciones palestinas de que Israel pretende demoler las mezquitas del Monte del Templo, una mentira que en el pasado contribuyó a incitar disturbios y pogromos antijudíos. Los árabes se indignaron doblemente cuando la Policía israelí entró en la zona y descubrió bombas de gasolina, piedras, cócteles molotov y fuegos artificiales, destinados a intensificar la violencia contra los judíos, incluidos fieles que orasen ante el Muro Occidental. La policía acabó encerrando en la mezquita de Al Aqsa a algunos de los árabes implicados en estas actividades para prevenir precisamente la clase de disturbios y de baño de sangre que pretendían desatar.
Pero la comunidad internacional, en la persona del secretario general de Naciones Unidas, no tiene interés alguno en defender los derechos de los judíos a orar ante el Muro o a visitar el Monte (donde tienen prohibido rezar). En cambio, regañó a Israel para que mantenga allí el statu quo, al tiempo que dejaba caer su crítica hacia los judíos que se mudan a viviendas de Jerusalén Oriental.
En respuesta a ello, Netanyahu señaló acertadamente que Israel ha defendido el libre acceso a los lugares santos para todas las religiones, algo inaudito antes de que Jerusalén se unificara bajo dominio israelí en junio de 1967.
Pero bajo la superficie de esta historia hay algo más, aparte de los habituales malentendidos o de los prejuicios antiisraelíes de Naciones Unidas. La batalla por los lugares sagrados de Jerusalén es todo un microcosmos que refleja el destino de todo el país.
Para los palestinos, la idea de compartir el Monte del Templo, o incluso Jerusalén, sigue siendo anatema. Para ellos, la decisión israelí de permitir que, tras la unificación de la ciudad, el recinto sagrado permaneciera en manos del Waqf, la autoridad religiosa islámica, no significa nada. Los palestinos supuestamente más moderados (bajo la forma de la OLP liderada por Mahmud Abás) han afirmado que los israelíes pretenden expulsar a los árabes y a los musulmanes del Monte y de las mezquitas.
Es la misma mentira que los líderes palestinos emplearon en 1929 para incitar a los pogromos en los que mataron a decenas de judíos. Su intención es agitar entre los musulmanes el sentimiento antiisraelí y antijudío, pero sirve también de leve cobertura para sus propios planes, que incluyen purgar de presencia judía tanto la ciudad como todo el país.
Al fin y al cabo, no es Israel quien exige que los árabes sean expulsados de cualquier zona de Jerusalén que vaya a quedar en sus manos tras la paz. Son los palestinos quienes buscan desalojar a los judíos de cualquiera de los barrios jerosolimitanos que esperan controlar en una ciudad dividida. De hecho, les gustaría volver al statu quo existente en la ciudad antes de 1967, cuando los judíos tenían prohibido no sólo visitar el Monte del Templo, sino el Muro Occidental.
Pese a que la comunidad internacional y Naciones Unidas apoyan de boquilla la idea de una solución de dos Estados que pusiera fin al conflicto, tal resolución implicaría compartir la ciudad santa y sus lugares sagrados, que es precisamente lo que los palestinos se niegan a hacer en Jerusalén. Tratan el culto y la vida judíos como inherentemente ilegítimos allá donde residan palestinos.
Que no se quite hierro a este tema, considerándolo simplemente una cuestión de hipersensibilidad respecto a un lugar concreto; es una muestra de las posturas de Hamás, que sigue siendo más popular que Mahmud Abás y su facción de Hamás en la Margen Occidental, así como en la Franja de Gaza que ya gobierna. El movimiento islamista palestino sigue exigiendo la desaparición de Israel y la expulsión o exterminio de su población judía. Así pues, ¿por qué deberíamos sorprendernos que la AP y sus medios oficiales rechacen cualquier pretensión judía sobre la ciudad o sus lugares santos, y traten de agitar más violencia de inspiración religiosa por el hecho de que algunos israelíes se paseen por el Monte del Templo?
Una cosa sería que Hamás o los palestinos a los que se puede considerar extremistas trataran de encender los ánimos respecto al Monte. Pero cuando quien lo hace es la OLP de Abás, ello demuestra cómo todas las facciones palestinas (moderadas o radicales) tratan habitualmente de lanzar libelos de sangre sobre la cuestión de las mezquitas para mantener la temperatura política al rojo vivo.
Aún no sabemos si este último incidente es una repetición del aprovechamiento por parte de la Autoridad Palestina del paseo de Ariel Sharón por la explanada del Monte del Templo, que fue la excusa para iniciar la violencia de la segunda intifada, la cual Yaser Arafat ya había planeado incitar. Pero se trate del presagio de una tercera intifada o de nada más que de violencia rutinaria, las verdaderas provocaciones en el Monte no se deben a judíos con ideas nacionalistas que pasean por allí, sino a árabes que buscan una Jerusalén libre de judíos.