El anuncio del pasado día 27 de que el consejo de dirigentes militares que gobierna Egipto ha dado su sello de aprobación a la pretensión del general Abdul Fatah al Sisi de presentarse a presidente fue un ominoso signo de que se había cerrado el círculo recorrido por el país en los últimos tres años. Las protestas de la Primavera Árabe, iniciadas en 2011, derribaron a Hosni Mubarak, el dictador militar que había gobernado el país durante tres décadas. Pero, tras su breve experimento democrático, que tuvo como resultado un encontronazo con una dictadura islamista dirigida por los Hermanos Musulmanes, los generales, y tal vez incluso la mayoría de los egipcios, no van a correr riesgos. Con los Hermanos aplastados por la represión militar, la victoria electoral de Al Sisi es cosa segura. Tras las esperanzas suscitadas por la Primavera Árabe, y después de todo el sufrimiento y sacrificios realizados en dos movimientos de protesta (uno para derrocar a Mubarak y oro, aún mayor para derribar el Gobierno de los Hermanos Musulmanes de Mohamed Morsi), ahora parece que todo haya sido en balde.
Como nuestro Max Boot señalaba el día 27, la intolerancia gubernamental a cualquier disidencia, sea por parte de los islamistas o por la de los liberales, resulta altamente preocupante. Como escribe Max, hay terroristas que operan desde Gaza que podrían aprovecharse del caos que se está generando. El aumento de la violencia en todo Egipto, así como la persistencia de un ambiente de Salvaje Oeste en el Sinaí, donde siguen operando grupos yihadistas, igual que lo hicieron durante el año de gobierno de los Hermanos Musulmanes, plantean serias dudas acerca de la capacidad de los militares para restaurar la estabilidad. Pero reconocer estos hechos no significa que Estados Unidos deba ir más allá de lo que ya ha hecho la Administración Obama al distanciarse del Gobierno egipcio.
La pregunta clave que debemos plantearnos en cuanto a la política norteamericana respecto a Egipto no es si Estados Unidos aprueba el Gobierno militar: no lo hacemos. La cuestión es si la decisión de restringir aún más la ayuda a los militares podría empeorar las cosas tanto para los egipcios como para Israel. La respuesta a estas cuestiones es clara: no hay una alternativa a los militares que no sea peor para Egipto y para los intereses estadounidenses, y cualquier acción por parte de los norteamericanos para perjudicar a Al Sisi no haría sino aumentar las posibilidades de que allí se produjera un desastre.
Si bien las preocupaciones porque la situación en Egipto se salga de control no son poco realistas, ni mucho menos, no hay que describir de forma errónea las circunstancias del país. Cualquier aumento de la violencia debe lamentarse, pero no está claro en absoluto que los Hermanos, o elementos terroristas alineados con ellos o radicados en la Gaza gobernada por Hamás, sean capaces de desestabilizar el país, y mucho menos de derrocar a los militares. Los Hermanos Musulmanes han sido derribados no sólo por lo implacable de la represión militar, sino porque el pueblo egipcio se ha dado cuenta de que el Gobierno islamista de Morsi suponía una amenaza para su futuro mayor que el regreso a un régimen autoritario al estilo del de Mubarak. Decenas de millones de egipcios tomaron las calles para pedir la caída de Morsi, y aplaudieron mayoritariamente cuando los militares cumplieron sus deseos.
Puede que no haya vítores tan entusiastas para la represión militar a los críticos liberales. Pero, por mucho que deploremos estos acontecimientos, si hay algo que los norteamericanos deberían haber aprendido respecto a Egipto y a la Primavera Árabe en los últimos tres años, es que la esperanza de que la democracia era posible fue una ilusión. La elección estuvo siempre entre los militares y los Hermanos Musulmanes. Ninguno de los dos resulta apetecible, pero aquellos de nosotros que, siquiera brevemente, nos aferramos a la esperanza de que los egipcios pudieran ir camino de una verdadera democracia debemos reconocer que estábamos equivocados.
Este reconocimiento nos exige que seamos realistas respecto a lo que es posible en Egipto, y que estemos alerta frente a cualquier medida norteamericana que pudiera empeorar una situación ya de por sí mala. En los últimos tres años, la Administración Obama ha ido de metedura de pata en metedura de pata. Primero defendió a Mubarak. Luego lo dejó plantado. Después abrazó a los Hermanos Musulmanes y advirtió a los militares que no interfirieran con su Gobierno. Aceptó a regañadientes el golpe militar que puso fin a ese desafortunado episodio el verano pasado, pero, desde entonces, ha recortado la ayuda a los militares, con lo que ha reducido aún más la influencia estadounidense en El Cairo.
Si bien resulta compresible el disgusto ante el curso de los acontecimientos en Egipto, eso no puede servir de excusa para cualquier acción que debilitara al Gobierno militar a costa de sus enemigos islamistas. La Administración, y también sus críticos, que defienden la idea de extender la democracia, deben comprender que, de entre muchas malas opciones, la de los militares egipcios es la mejor.