Justo a tiempo para las fiestas de otoño del calendario hebreo (los judíos de todo el mundo celebran desde la semana pasada Sucot, o Fiesta de los Tabernáculos), el New York Times del domingo abordaba la delicada cuestión del Monte del Templo de Jerusalén, en el que, según se nos cuenta, judíos problemáticos están infringiendo las reglas y dificultando aún más la coexistencia, cuando no la paz. Ya que algunos extremistas judíos sueñan de forma absurda con reemplazar las mezquitas situadas en la cima del Monte (que se alza sobre el Muro Occidental) por un reconstruido Tercer Templo –plan que desencadenaría una guerra religiosa que no desearía nadie en su sano juicio–, Israel ha tratado de mantener la paz en la ciudad limitando las visitas de judíos a la zona y prohibiendo allí sus rezos. Así pues, con un número creciente de judíos que desean echar un vistazo y quizá incluso pronunciar una oración de forma clandestina, en el artículo del Times parece ser que se trata de un nuevo caso en el que los israelíes crean dificultades a sus vecinos árabes y los expulsan de una ciudad sagrada para las tres religiones monoteístas.
Pero por muy peligrosa que pueda ser para la paz mundial cualquier idea que arriesgue la Cúpula de la Roca o la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén el problema no son los judíos. Y es que la disputa no se debe tanto a quién controla el Monte del Templo, sino a los intentos musulmanes de negar la historia judía que, literalmente, se halla bajo sus pies. Si sólo fuera cuestión de compartir un espacio sagrado, sería posible alcanzar compromisos razonables que concedieran a los musulmanes una completa autonomía sobre sus lugares santos al tiempo que se permitiera que los judíos orasen en el centro espiritual de su religión, ya que los extremistas judíos que desean expulsar a los musulmanes del lugar son una insignificante minoría. Pero mientras la postura oficial tanto de la autoridad religiosa musulmana del Waqf (a la que Israel permite controlar el lugar desde la Guerra de los Seis Días, en 1967) como de la Autoridad Palestina sea que los templos nunca existieron y que los judíos no tienen derechos sobre su capital ancestral, ése será el verdadero obstáculo para la paz.
En el meollo de la cuestión se encuentra un error que comete en su artículo Jodi Rudoren, jefa de la corresponsalía en Jerusalén del Times. En un esfuerzo por dotar de cierto trasfondo histórico a la disputa, escribe lo siguiente:
En el año 2000, una visita de Ariel Sharón, entonces líder de la oposición israelí, acompañado de 1.000 agentes de policía, provocó un estallido de violencia y, en opinión de muchos, desencadenó la segunda intifada.
Muchos podrán opinar eso, pero es una completa mentira. Como varios miembros de la Autoridad Palestina han admitido públicamente desde hace tiempo, la intifada fue planeada por su entonces líder, Yaser Arafat, mucho antes de que Sharón diera un paseo por el área de los templos coincidiendo con el Año Nuevo judío. La intifada fue una estrategia deliberada con la que Arafat respondía a la oferta israelí de un Estado palestino independiente en casi toda la Margen Occidental, Gaza y una parte de Jerusalén que habría incluido el Monte del Templo. La guerra terrorista de desgaste pretendía someter a los israelíes y forzarlos, a ellos y a Estados Unidos, a ofrecer más concesiones todavía, sin que los palestinos tuvieran que reconocer la legitimidad del Estado judío, independientemente de dónde se situaran las fronteras de éste. La visita de Sharon fue, simplemente, una excusa que ha sido desmontada desde entonces.
Rudored merece ser criticada enérgicamente por difundir semejante propaganda sin señalar siquiera las pruebas que la contradicen. Pero el problema es algo que vas más allá de un error que demuestra su tendencia a tragarse las mentiras palestinas. La importancia de la historia de Sharón radica en que muestra la forma en que los dirigentes palestinos han usado durante generaciones el Monte del Templo para avivar el odio contra los israelíes.
Debe señalarse que, casi desde el comienzo de la empresa sionista, quienes trataban de azuzar a una población árabe que podría considerar positivo el crecimiento económico que acompañó a la entrada de inmigrantes emplearon las mezquitas del Monte para incrementar el sentimiento antijudío. La excusa para los disturbios de 1929, en los que los judíos fueron atacados en todo el país y la ancestral comunidad de Hebrón fue destruida en un pogromo, fue un falso rumor según el cual las mezquitas estaban siendo atacadas. Arafat empleó ese mismo motivo para lograr apoyos para su decisión, por otra parte inexplicable, de hundir la economía palestina con su guerra terrorista. De forma análoga, sermones incendiarios pronunciados en las mezquitas han provocado a menudo que fieles musulmanes arrojen piedras desde allí contra los fieles judíos que se encuentran en la explanada del Muro, situada debajo.
Los israelíes pueden discutir si es sensato restablecer siquiera una mínima presencia judía en el Monte del Templo. Algunas autoridades ortodoxas han sostenido siempre que, debido a las dudas respecto a la ubicación de los recintos más sagrados del Templo, ningún judío debería poner el pie en esta explanada, pese a que éste es un punto que parece menos relevante debido a recientes descubrimientos arqueológicos. Otros creen que cualquier intento de rebatir la propiedad musulmana del lugar convierte una disputa territorial en una religiosa o espiritual, lo que debería evitarse a toda costa.
Pero, como sucede con muchos debates internos judíos e israelíes, estos argumentos no tienen en cuenta la cuestión de la opinión árabe. Al igual que ocurre con otros lugares sagrados reclamados por los musulmanes, su postura no tiene nada que ver con compartir o garantizar un acceso igualitario. En la posición musulmana respecto al Monte del Templo no cabe el reconocimiento de reivindicaciones rivales, y menos aún el respeto a éstas. Quieren que estélibre de judíos, al igual que el Estado palestino que conciben o las zonas de Jerusalén que consideran que debe ser su capital.
En ese mismo espíritu, el Waqf ha cometido lo que para muchos reputados arqueólogos israelíes es un programa de vandalismo en el Monte, donde cantidades indeterminadas de antigüedades han sido arrasadas. Dado que no reconocen reivindicación judía alguna, y tampoco la historia del lugar, han seguido actuando igual, sin que la comunidad internacional diga prácticamente ni pío, podría añadirse.
Así, mientras que muchos amigos de Israel leerán el artículo de Rudoren y menearán la cabeza ante la insensatez israelí, la realidad en Jerusalén sigue siendo la inamovible determinación palestina de borrar la historia judía, como parte de su intento de deslegitimar al Estado judío. En vista de su intransigencia y del hecho de que semejante intolerancia es mayoritaria entre los palestinos, más que el punto de vista de unos pocos extremistas, el deseo que tienen numerosos judíos de visitar un lugar que es el centro histórico de su religión (el Muro Occidental no es, después de todo, más que un vestigio del recinto exterior del Templo) no parece tan disparatado.
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