La corrección política, ese totalitarismo blando que infecta nuestros días, avanza lenta e inexorable cual coronavirus. Y como encaja a las mil maravillas con la licuefacción cerebral de nuestra época, no necesita para imponerse ni policías, ni coacciones ni desfiles. Por eso pasa desapercibida. Y de ahí su fuerza sin igual. Porque privando de su verdadero significado a algunas palabras, retorciendo el de otras e imponiendo el uso masivo de las elegidas para modelar el pensamiento de las masas, se consigue que los temas debatibles sean los decididos por el poder, con el resultado de que no solamente se habla peor cada día, sino que también se razona peor.
En su magistral 1984, George Orwell avisó hace ya más de medio siglo sobre el peligro que la manipulación de las palabras representaba para la libertad. Uno de los personajes de su novela, responsable de la creación de la neolengua, explicaba entusiasmado que se trataba de la única lengua que menguaba cada día, pues el Gobierno del Gran Hermano pretendía eliminar paulatinamente conceptos, ideas, matices y significados, de modo que la lengua acabase convertida en un instrumento que sólo sirviese para las actividades cotidianas e imposibilitara pensar más de lo debido.
–¡Acabaremos haciendo imposible el crimen mental! –exclamó entusiasmado el neolingüista.
El gran clásico sobre la cuestión lingüístico-ideológica, sin embargo, no fue la novela del inglés Orwell, sino el ensayo del alemán Viktor Klemperer La lengua del III Reich, uno de los grandes clásicos de la literatura antinazi. Su tesis central consistió en que el régimen hitleriano creó una serie de palabras y expresiones fetiches con las que construyó su propaganda y estableció los dogmas políticos que debieron ser asumidos por todo el pueblo alemán. Dichas palabras, empapadas de romanticismo y ansias de venganza por la derrota de 1918, fueron, entre otras, patria, raza, sangre, tierra, estirpe, clan, tradición, combativo, lucha, jefe, jerarquía, organización, heroísmo… Indiscutiblemente, vocabulario poco habitual para un demócrata.
Pero la conclusión más interesante que se puede sacar de su lectura, al menos para este retorcido juntaletras, es que no se puede acusar a los nazis de ser los únicos pecadores. Porque cada régimen político tiene sus palabras fetiche y con ellas persigue idénticos fines de adoctrinamiento universal. Que nadie caiga en la candidez de considerar que nuestros democráticos días están vacunados contra la enfermedad totalitaria.
Hoy en España, como en el resto del senil Occidente, las palabras mágicas, repetidas por doquier e intangibles bajo pena de ostracismo, son, entre otras, multicultural, progresista, igualitario, plural, cuota, diversidad, mestizaje, sostenible, empoderamiento, machismo, heteropatriarcado, homofobia, violencia machista, migrante, tolerancia cero, populismo, diálogo, consenso, visibilización, transversal, cordón sanitario, líneas rojas, etc. Y, por supuesto, el omnipresente género –antes llamado ‘sexo’, puesto que el género lo tenían las palabras, no las personas– con todas sus variantes: transgénero, género fluido, identidad de género, violencia de género, perspectiva de género, estudio de género, expresión de género, clichés de género, visión de género, urbanismo de género y el último hallazgo, por el momento, con el Ayuntamiento de Murcia como protagonista: desratización y desinsectación con perspectiva de género. Últimamente, con el permiso de un coronavirus que parece haber hecho olvidar todo lo demás, pega fuerte la religión calentológica: cambio climático, crisis climática, emergencia climática, catástrofe climática, punto de no retorno climático, siempre in crescendo. No tardaremos en ver nuestros periódicos rebosantes del concepto suicidio climático. Se admiten apuestas.
En España gozamos de interesantes aportaciones autóctonas, como la estúpida redundancia de géneros y géneras para que féminas y féminos se den por incluidas e incluidos (¡bendita lengua de Shakespeare!). Y nuestro eterno problema pueblerino también aporta su granito de arena, y no pequeño: conflicto, soberanismo, derechos históricos, nacionalidades, hecho diferencial, lengua propia, Estado, estatal, lucha armada, fuerzas de ocupación, territorios, territorialidad, hacer país, derecho a decidir, procés, presos políticos, etc.
Como pequeño consuelo patriótico, no podemos dejar de señalar que en todas partes cuecen habas, empezando por unos Estados Unidos de Obama que destacaron como primera potencia también en ciencia eufemística: desde la llegada al poder del primer presidente afroamericano (la definición exacta habría debido ser mulatoamericano, pues, por su padre negro y su madre blanca, habría podido aspirar con los mismos derechos a las categorías tanto de afroamericano como de euroamericano), los comunicados presidenciales comenzaron a denominar las acciones del ejército estadounidense contra los terroristas afganos e iraquíes ‘operaciones de contingencia en el extranjero’. Hasta aquí probablemente se hubiese podido soportar, pero sustituir la palabra terrorismo por ‘desastres debidos a mano humana’ fue de medalla de oro.
Otra de las denuncias de Klemperer fue la demagogia nazi, dirigida a la captación de voluntades no mediante el pensamiento consciente sino mediante la introducción "en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente". Cierto. Pero el problema es que ésa podría ser también una ajustada definición de la política actual. ¿Acaso las campañas electorales no consisten precisamente en eso? A los anales universales de la vacuidad política debería pasar, en letras de oro, aquel inmortal lema electoral de Zetapé: "Sí".
También denunció Klemperer el uso abusivo por los nazis de la palabra pueblo (Volk). Exactamente igual que en la España de la Transición, cuando todo el mundo alcanzaba el orgasmo con la palabra mágica: "Habla, pueblo, habla" fue el emblema sonoro de aquella época. Cuarenta años después, los neobolcheviques de chalé entran en éxtasis con una nueva variante: la gente.
Finalmente, explicó Klemperer su indignación por la expresión, al parecer muy empleada en aquellos tiempos, de ‘material humano’. En su opinión, "hablar de material humano significa atenerse a la materia y despreciar el espíritu, lo verdaderamente humano del ser humano". Es difícil no estar de acuerdo con el filólogo alemán. Porque si, efectivamente, aquella expresión reflejaba la miope visión nacionalsocialista del ser humano, ¿acaso no caeríamos en feísima hipocresía si no reconociéramos que nuestros recursos humanos reflejan exactamente lo mismo?