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Jesús Laínz

Que alguien me lo explique

El mundo entero tiene que regresar a la normalidad aunque ello implique afrontar riesgos. No cabe otra opción. Y cuanto antes, mejor.

El mundo entero tiene que regresar a la normalidad aunque ello implique afrontar riesgos. No cabe otra opción. Y cuanto antes, mejor.

¿Será que la reclusión está recalentándome las meninges? Porque nunca he prestado atención a ninguna teoría conspirativa, convencido como estoy de que en los hechos humanos suele pesar mucho más la estupidez que la maldad: Ernst Stavro Blofeld y Fu Manchú se los dejo a las películas, pero ZP, por poner un ejemplo eminente, es de carne y hueso. O quizá sea que, por ser de letras, mi ignorancia científica es mucho mayor de lo que suponía, pero el caso es que en este espanto del coronavirus hay demasiadas cosas que no comprendo. Por eso ruego desde aquí que alguna voz autorizada arroje un poco de luz sobre mi oscuridad.

Hace exactamente un siglo la gripe española –de tan erróneo nombre– mató a cincuenta millones de personas de toda edad y condición en todo el mundo, pero éste no se paró. En España fueron 200.000. De momento (31 de marzo), el coronavirus ha provocado 43.000 muertos en todo el mundo, 9.000 de ellos en España. El 0,08% de la gripe de 1918. Pero el mundo se ha parado. ¿Cambiarían mucho estas cifras en el caso de que no se hubiese recluido en sus casas a casi todo el planeta? ¿Estaríamos en la senda de llegar a esos cincuenta millones? Es cierto que aquella pandemia duró dos años, frente a los tres meses que lleva la actual, pero aun así la transposición de aquellos datos implicaría que en estos tres meses tendrían que haber muerto seis millones de personas. Evidentemente, los números no alivian el dolor de los afectados ni la saturación de los hospitales, pero sí reflejan la extensión y gravedad de los problemas, aunque solamente sea desde la gélida perspectiva de la estadística. Lo que sí parece claro es que en estos últimos cien años la Humanidad se ha acostumbrado a los hospitales, los antibióticos y las vacunas, y olvidado que los cataclismos, los accidentes, la enfermedad y la muerte son inevitables. La vida es una cosa muy peligrosa: está continuamente intentando matarnos. Y siempre acaba saliéndose con la suya.

Continuando con cifras, y dando por supuesto que el virus no entiende de fronteras, gobiernos, naciones ni razas, hay demasiados hechos desconcertantes. Por ejemplo, el de que en China, con 1.400 millones de habitantes, haya habido muchos menos muertos que en Italia o España, con 60 y 47 millones respectivamente. ¿Cómo es posible que en Pekín, ciudad de 22 millones de habitantes, haya habido solamente 580 casos y ocho muertos? ¿Y en Shanghái, de 23 millones, 516 casos y seis muertos? ¿Cómo es posible que en la provincia de Madrid, con seis millones y medio de habitantes, hayan muerto por el momento 3.800 personas, más que en toda China? ¿Será que la sanidad española es pésima y que los españoles hemos desobedecido la orden de confinamiento? Todos sabemos que no es así. ¿Cómo es posible que en USA, país de 326 millones de habitantes, menos de la cuarta parte de China, se hayan declarado más del doble de casos y estén aumentando a gran velocidad? Una posible explicación sería la densidad: cuanta más concentración de personas, más posibilidades de contagio. Pero aquí también los hechos apuntan a lo contrario: la densidad china es cuatro veces mayor que la estadounidense: 140 hab./km2 frente a 33. ¿Qué pasa, entonces? ¿Será que la higiene privada y pública de los americanos es muy inferior a la de los chinos? ¿Será que escupen más, se lavan menos y se tosen más los unos a los otros? ¿O acaso habrá que prestar atención a las pocas voces que, saltando a duras penas la censura china, denuncian que, vista la cantidad de ataúdes y urnas funerarias que han circulado y siguen circulando por Wuhan, los 2.480 muertos reconocidos en el epicentro de la epidemia deberían multiplicarse al menos por veinte? Por no hablar de Corea del Norte, cuyo paralelo 38 parece haberse demostrado infranqueable hasta para los virus. Y, saltando la frontera, ahí está una India cuyos 1.370 millones de habitantes están demostrándose singularmente inmunes: 1.600 contagiados y 45 muertos, menos que cualquier provincia pequeña española. ¿Será que la India, cuya densidad, por cierto, es casi el triple que la china, disfruta de un sistema hospitalario y unas condiciones higiénicas muy superiores a las de Europa? En cuanto a África, ¿cómo es posible que el virus parezca no haber pasado por allí? ¿Será que los amarillos y los negros se contagian menos que los blancos? ¿Y cómo es posible que China se haya estabilizado en los 82.000 contagiados desde hace semanas? Podría comprenderse si siguieran encerrados 1.400 millones de personas, pero es evidente que no es así y que hasta la muy confinada Wuhan está comenzando a volver a la normalidad. Hay demasiadas cosas que no encajan.

Y las incógnitas numéricas continúan en suelo europeo. ¿Cómo es posible que Rusia, con sus 146 millones de habitantes, solamente haya sufrido 2.700 casos y 24 muertes? ¿Tan desconectada está del resto del mundo? ¿Tan eficaz y previsor ha sido su aislamiento? Y, sobre todo, ¿cómo es posible la baja mortalidad alemana? Con el 70% de los casos de Italia, sólo han sufrido el 5% de fallecimientos. Con el triple de casos que Gran Bretaña, sus fallecidos son un tercio de los británicos. ¿De dónde viene diferencia tan incomprensible? ¿De la sanidad? ¿De la sociedad? ¿De la contabilidad?

Pero abandonemos los números y vengámonos a los efectos de la pandemia, aparte de que estos números habrán quedado obsoletos en tres o cuatro días, aumentando todavía más estos contrastes inexplicables. Habría que empezar por reflexionar sobre su origen en la ciudad china donde se ubica un importante instituto de virología que ya tuvo que lidiar con extraños virus hace pocos años. ¿Casualidad o causalidad? Aunque tampoco hace falta obcecarse con una conspiración, ya que una fuga accidental o un error humano serían suficientes.

Lo más importante, sin embargo, son las consecuencias, puesto que la situación actual no se puede prolongar demasiado, salvo que todos los habitantes de este planeta nos pongamos de acuerdo en evitar morir de neumonía para morirnos de hambre. Por otro lado, ni siquiera está claro que el virus vaya a remitir con el verano, pues no todos los virus son iguales y éste no tiene por qué comportarse como el de la gripe. ¿Seguiremos encerrados durante meses o años? Además, si el virus se contagia tan fácilmente, quizá sea tan solo cuestión de meses, o a lo sumo de unos pocos años, que todos los terrícolas entremos en contacto con él. No se le pueden poner puertas al campo. Un nuevo virus ha saltado a los humanos y en los humanos se va a quedar hasta el fin de los tiempos, como todos los demás. Ya lo avisó Pasteur: "Los microbios tendrán la última palabra".

Está claro, y nadie en su sano juicio lo puede discutir, que lo urgente es frenar el contagio masivo para evitar el colapso de los sistemas sanitarios de todo el mundo, con las terribles consecuencias que ello implicaría y que ya han empezado a sufrirse. Pero, una vez parado el primer embate y ganado tiempo para aumentar los medios sanitarios y para intentar conseguir la vacuna que impida la enfermedad o los antivirales que la atenúen, el mundo entero tiene que regresar a la normalidad aunque ello implique afrontar riesgos. No cabe otra opción. Y cuanto antes, mejor.

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