–¡Hala, pecado! ¡Ha dicho mariconez! –exclamaron, haciendo pucheritos, los aguerridos representantes de la generación más tonta de la historia de España.
Algunos meses después, José María Cano, autor de aquella canción ochentera ahora censurada, lamentó esta época llena de complejos en la que "resulta que a mis amigos gays no se les cae la palabra mariquita o maricón de la boca, y en cambio una canción de Mecano no puede decir: Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez".
¡La que nos espera con estos clones fabricados por las neopedagogías progresistas de la infausta LOGSE de Felipe González, aquel estadista! Pues a su abrumadora ignorancia hay que sumarle un adoctrinamiento nunca visto ni en la más férrea de las dictaduras ni en la más asfixiante de las tiranías. Ni Stalin ni Hitler, ni Luis XIV ni Iván el Terrible, ni Calígula ni Fu Manchú pudieron jamás imaginar, ni en el más húmedo de sus sueños, el arma política suprema de la que gozamos hoy: el lavado de cerebro televisivo. Porque, además, este lavado de cerebro ha pasado inadvertido, y cuando ha sido advertido, ha sido bendecido por haberse llevado a cabo en nombre de la democracia y la igualdad. Y ante semejantes diosas sólo cabe arrodillarse y adorar.
Nadie se va a rebelar porque nadie se ha dado cuenta de la opresión. Y menos que nadie, estos jóvenes de mirada ovina a los que, además del conocimiento, les han extirpado hasta la curiosidad. Mimaditos por sus papás sesentayocheros, domesticaditos por los neopedagogos supermegaigualitarios, aduladitos por los gobernantes antiautoritarios y e hipnotizados por las pantallitas, nuestros jóvenes rebeldes cacarean encantados las consignas del poder.
Todo lo ignoran pero sobre todo opinan; nada saben pero se tienen por naturalmente sabios por ser jóvenes; para nada valen pero para todo se creen los más capacitados. E, inconscientes de su bobería, creen que el mundo estaba mal organizado hasta que nacieron ellos. Porque ellos son los elegidos por los dioses para arreglarlo todo. Prohibiéndolo todo, evidentemente, porque la KGB quedará como un chiste en comparación con el furor inquisitorial que desplegarán estas viejas beatas versión posmoderna para perseguir a quienes osen profanar el menor mandamiento de la Santa Iglesia de la Correción Política.
A lo que hay que añadir el envenenamiento izquierdista, progresista, feminista y separatista, que al fin y al cabo todo ello es la misma disolución. Los jóvenes rebaños progresistas, izquierdistas, feministas y separatistas desfilan balando con unanimidad lo que sus pastores hayan decidido, con algunos matices para cada momento y lugar. Los rebaños catalanes se han especializado en atronar las calles con sus balidos amarillos, mientras que en otras regiones donde los que mandan no han promovido la moda separatista, los rebaños se inclinan por los balidos rojos, rosas y morados, siempre expresados con modales de burdel. Y tanto los unos como los otros, niñatos pijobolcheviques que nunca han tenido que esforzarse para pasar curso ni que trabajar para ganarse la vida, creen estar escribiendo páginas memorables de la historia de la Humanidad insultando, acosando, acallando, escupiendo y agrediendo todos los días a los malvados que no balan como ellos, demonizados con la descalificación suprema: ¡Fascistas!
Pero no son ellos los únicos protagonistas de esta algarabía, pues también están los que, algo más maduritos, se han dejado idiotizar por el pensamiento único. Porque, paradójicamente, uno de los efectos más evidentes de cuatro décadas de democracia ha sido el incesante encogimiento de la libertad. Empezando por la de expresión, cada día más obstaculizada por los nuevos crímenes mentales sobre los que advirtió el benemérito Orwell. Individuos ya talluditos, que se han pasado la vida opinando sin tener que medir cada palabra y contando chistes sin temer las consecuencias, ahora se escandalizan de esas mismas palabras y de esos mismos chistes. Porque la Santa Iglesia de la Corrección Política les ha convencido de que hay ciertas opiniones que no deberían opinarse; y hasta de que ya no se pueden contar chistes de cojos, bizcos, mariquitas, negros, cheposos, gitanos, aragoneses, leperos, ciclistas, tacaños, gordos, flacos, novias, suegras, gangosos y polvos mal echados porque siempre habrá un cojo, un bizco, un mariquita, un negro, un cheposo, un gitano, un aragonés, un lepero, un ciclista, un tacaño, un gordo, un flaco, una novia, una suegra, un gangoso u uno que echó un polvo mal echado que podrá sentirse ofendido en lo más profundo de su ser, aunque, evidentemente, la intención del contador del chiste no fuera ofender a nadie sino provocar unas risas. ¡Tantos derechos y tantas libertades, para acabar teniendo que limitarnos a hablar del tiempo!
El cóctel es explosivo. Tan explosivo, que el que suscribe lamenta no tener algunos años más para poder bajar la persiana con serenidad antes de que, con la entrada de estos pimpollos en la edad de la influencia y el gobierno, se implante en este mundo el reinado de la Suprema Gilipollez.
Aunque a este perverso juntaletras siempre le quedará un consuelo, y no pequeño: la certeza, cada día mayor, de que, antes de que eso suceda, habrán irrumpido en nuestra decrépita Europa los talibanes, o alguna cosa todavía más divertida, para virilizar la especie.
¡Lo que nos vamos a reír!