De todos los espectáculos dados por la sociedad catalana durante estas últimas semanas, el más repugnante ha sido, sin duda, el de la utilización de los niños por los agitadores separatistas. Si quedaba alguna duda sobre su pésima calaña, la han disipado para siempre. Esos pobres niños, cuya inocencia ha sido violada por los totalitarios que gobiernan su tierra desde hace cuarenta años con el beneplácito de los estúpidos gobernantes de la nación, no tardarán en convertirse en jóvenes militantes de la causa separatista. Fanáticos e incapaces de reflexión porque nunca habrán conocido otra cosa.
Lo hemos comprobado en esos jóvenes catalanes, domados y castrados, saliendo en rebaño de la universidad para obedecer las consignas de quienes han programado sus mentes con pasmosa desvergüenza e implacable constancia. ¡La rebelde juventud! Ni una sola excepción, ni una sola duda, ni un solo gesto gallardo, ni un asomo de rebeldía. ¡Beeeeeeeee! Unanimidad digna de Orwell. No se dan cuenta los catalanes del horror al que se enfrentan y al que, lamentablemente, van a tener que seguir enfrentándose durante muchos, muchos años.
El mayor triunfo del totalitarismo catalanista consiste en la anulación de la capacidad de protesta de los ciudadanos ante la injusticia y la opresión. Y cuando se alzan las protestas siempre es contra los oprimidos, nunca contra los opresores. Aunque la teoría dice que, en cualquier circunstancia, época y lugar, cuando se prohíbe dudar y protestar, es obligatorio que el hombre inteligente dude y el valiente proteste, el nacionalismo catalán ha conseguido que sean muy pocos los que dudan y protestan. E infinitos los que se apuntan a colaborar con la propaganda dictada por el poder, el acoso a los disidentes y el insulto a la nación declarada enemiga.
¿A qué se debe tan singular fenómeno? A la indefensión de España, eternamente lastrada con la analfabeta imagen negrolegendaria, cuya última manifestación habría sido el régimen franquista. Sobre quien se atreva a defender la existencia de España y la justicia de su causa frente a la sinrazón separatista caerán enojados anatemas provenientes de quienes consideran que las únicas naciones existentes, que los únicos patriotismos dignos, son los opuestos a ella. Este acto reflejo mental tiene como causa principal el evidente nacionalismo del que hizo gala el régimen surgido tras una guerra en la que habían sido vencidos, además de las izquierdas, los nacionalistas vascos y catalanes. Tomando el rábano por las hojas, no son pocos los españoles actuales que, al identificar España con Franco, rechazan su nación por considerarla un invento franquista. ¿Por qué, entonces, no podría identificarse imprescriptiblemente a Francia con el reinado de Luis XIV, a Inglaterra con Enrique VIII, a Italia con Julio César, a Alemania con Bismarck o a Rusia con Iván el Terrible? Todos ellos, al igual que Franco, fueron parte de la historia de esas naciones, pero a nadie se le ocurriría establecer el vínculo indisoluble entre aquellos gobiernos y la nación, como si ésta quedara condenada a ejercer eternamente la representación de aquel instante de su historia.
Algunos siguen aferrados a la idea, o más bien a la esperanza, de que la moda separatista pasará y que, aunque los separatistas controlen el sistema educativo, no necesariamente continuará el reclutamiento de los jóvenes para sus partidos, pues antes o después reaccionarán contra los adoctrinadores. Para ello echan mano del argumento personificado en ellos mismos: ¿no había utilizado el franquismo las aulas para adoctrinar a dos generaciones en una ideología de la que, al día siguiente de la muerte de Franco, ya no se acordaba nadie? ¿No son ellos mismos, antifranquistas desde su juventud, la prueba de que la educación adoctrinadora franquista no dio resultado?
Pero quienes así opinan no se han percatado de su grave error de interpretación. Efectivamente, el régimen franquista desplegó, sobre todo en sus primeros años, cierto aparato adoctrinador dirigido a formar a los estudiantes en los principios ideológicos sobre los que se sustentaba: la famosa asignatura Formación del Espíritu Nacional. Pero no pudo tener éxito porque iba contra la corriente del mundo. Los aliados de Franco en 1936 habían sido derrotados, y su memoria condenada a la ignominia, en 1945. Y España no es una isla que pueda ser desconectada del resto de Europa y del planeta. Las películas que veían los españoles eran norteamericanas; la música que escuchaban, inglesa; la literatura y la prensa, de todas partes. El estilo de vida que copiaban era el anglosajón. No tarareaban el Prietas las filas, sino el Quiero ser una chica ye-yé. Los españoles no peregrinaban al Valle de los Caídos a rezar ante la tumba de José Antonio, sino a Perpiñán a ver películas verdes. Los ídolos de los jóvenes no eran ni el capitán Palacios ni el coronel Moscardó, sino los melenudos cantantes de Liverpool. Por todo ello el adoctrinamiento franquista estaba condenado a fracasar. No podía luchar contra el mundo, sobre todo cuando el mundo había decretado la excepcionalidad de un régimen que todos sabían condenado a desaparecer en cuanto falleciese su constructor.
Por el contrario, la actual Formación del Espíritu Nacionalista tiene éxito porque, además de contar con unos medios de difusión que el régimen franquista no pudo soñar, va a favor de corriente. Se equivocan quienes afirman que los separatismos están condenados a desaparecer en este mundo tendente a la globalización. Véanse los recientes ejemplos de Escocia deseando separarse del Reino Unido y de éste votando por la separación de la Unión Europea. Es precisamente esa globalización la que acaba de empezar a provocar la reacción contraria en muchas comunidades de todo tipo –nacionales, lingüísticas, culturales, religiosas– que se resisten a la uniformización. Además, y esto es lo decisivo, en el caso de España hay que tener presente que es la encarnación misma de lo reaccionario, por lo que cualquier doctrina que se le oponga parte con la bendición de progresismo.
Un solo ejemplo: la opresión del franquismo, normal en un régimen dictatorial, hizo que muchos cantautores emplearan sus musas para protestar contra el régimen cantando; la actual opresión separatista, aberrante en un régimen democrático, no ha encontrado quien la cante, pues nada hay que merezca protesta.
Por otro lado, el adoctrinamiento franquista de ayer fue mucho menos intenso que el separatista de hoy, y fue debilitándose paulatinamente hasta desaparecer bastante antes de la muerte de Franco. Por el contrario, el adoctrinamiento separatista, omnipresente en aulas y medios de comunicación, no deja de crecer en extensión e intensidad.
Y así hemos llegado al absurdo de que España, esa nación que encarna una evidente realidad histórica en la que se imbrican desde hace muchos siglos los vascos y los catalanes, y que garantiza la libertad y la igualdad de sus ciudadanos, carga con la fama de fascista, y por lo tanto enfrentarse a ella es rebelde. Por el contrario, los separatistas –de vocación opresora y uniformizadora inconcebible en la Europa civilizada, que llevan tres décadas imponiendo inmersiones lingüísticas, acaparando totalitariamente política, sociedad, enseñanza y cultura, y que incluso se han apoyado en la privilegiada situación de incontestabilidad que les han brindado las pistolas del terrorismo separatista– pasan por rebeldes. Quienes son apartados, mal mirados, discriminados, perseguidos, oprimidos, insultados, acallados e incluso asesinados son tenidos por opresores. Quienes, calentitos en el rebaño, se han sometido a la dictadura separatista presumen de rebeldes.