La caridad está muy bien. Es una de las virtudes teologales y sirve para llegar hasta donde muchas veces no alcanza la justicia. Por eso está bien cualquier acción inspirada por ella. Y por eso a casi todo el mundo le ha parecido bien la iniciativa del flamante gobierno de Sánchez de traer a España los seiscientos pasajeros salidos de África a bordo del Aquarius y rechazados por una Italia que ha recibido la condena universal.
Pero cuando la caridad no es de verdad, sino tan solo una pose para obedecer los mandamientos de la Santa Iglesia de la Corrección Política, la virtud se convierte en una farsa infame. Porque toda esta farsa sólo funciona cuando las víctimas, reales o fabricadas, son asiáticas o africanas y a ser posible de cualquier religión que no sea la cristiana. Si tan caritativo, tan solidario, tan generoso se es con los pasajeros de ese barco, ¿por qué no se ha hecho nunca nada similar con los ucranianos, atrapados desde hace ya varios años en una guerra que ha provocado miles de muertos? ¿Y con los millones de cristianos perseguidos, discriminados, desterrados, asesinados y masacrados en numerosos países de Asia y África? ¡Qué trágicamente significativo es el hecho de que el último lugar del mundo donde podrán encontrar refugio tanto los ucranianos como los cristianos perseguidos sea esta Europa excristiana, europófoba y cristianófoba, ansiosa de su propia destrucción! ¡Y qué decir de la indiferencia hacia los millones de españoles que malviven su ancianidad con cuatro perras o que llevan años en la cola del paro! Pero su inconveniente es que son españoles, europeos, blanquitos y cristianos, lo que les convierte en culpables. No habían desembarcado todavía los falsos refugiados del Aquarius cuando Gobierno, empresas e instituciones ya habían anunciado que los recién llegados tendrían sanidad gratuita, empleo y vivienda. Y a los españoles que llevan toda su vida trabajando, cotizando y pagando impuestos, y que ahora les ha tocado estar en el paro o sin posibilidad de comprar una casa, que les zurzan. Es difícil imaginar mayor injusticia, mayor insulto a nuestros compatriotas.
Sí, había leído usted bien, indignado lector: falsos refugiados. Pues en eso consiste la segunda farsa. ¿De qué se refugian los pasajeros del Aquarius? ¿De qué guerra huyen? ¿De qué régimen despótico que les persigue? Magistral maniobra, la de empezar a usar hace muy pocos años, con motivo de la guerra de Siria, el término refugiados para denominar a los que antes generalmente se llamaban inmigrantes y sólo en algunas excepciones sinceras, inmigrantes ilegales. Pues con el término refugiados se derribó, con devastadora moralina, la última barrera de sentido común que aún se alzaba contra el caos inmigratorio. En el caso concreto del Aquarius, ni uno sólo de sus pasajeros salió de Irak, Siria o Yemen, los países afectados por guerras. La tomadura de pelo ha funcionado, una vez más, a la perfección. Por el contrario, los ucranianos que huyen de la guerra y los cristianos afroasiáticos que huyen de su exterminio sí que tendrían que ser considerados refugiados. Y ya que estamos en ello, ¿cuántos llegados a Europa por la guerra de Siria han regresado a su patria una vez que ha terminado la guerra de la que tuvieron que refugiarse? ¿Por qué los refugiados son, en su inmensa mayoría, varones jóvenes y fuertes en vez de ancianos, mujeres y niños, personas que, en principio, parecen las más necesitadas de refugio? En el caso del Aquarius, la proporción es de seis hombres por cada mujer. ¿Sólo los hombres necesitan refugiarse? Y, finalmente, ¿por qué los refugiados afroasiáticos nunca se refugian en otros países afroasiáticos vecinos que estén en paz y donde no sean perseguidos? ¿Por qué se da por descontado que todos han de acabar en Europa?
Tercera farsa: según dice la letanía inmigracionista, en España, país tradicionalmente emigrante, no podemos quejarnos de que otros lo sean y deseen emigrar aquí. Pero las circunstancias son completamente distintas de las de los emigrantes españoles de décadas pasadas. Porque, ¿cuántos de ellos emigraron ilegalmente, violaron fronteras, saltaron vallas, huyeron de la policía o se enfrentaron con ella, llegaron a sus destinos sin dinero, sin contrato y sin condiciones que cumplir para evitar la repatriación, exigieron manutención, subvenciones y otros tratos preferentes, pretendieron aplicar sus costumbres y leyes al margen de las del país de acogida y se dedicaron a comerciar ilegalmente jugando al corre que te pillo con la policía? Y otra diferencia esencial, que deslegitima de raíz todo el proceso inmigratorio inaugurado por Aznar hace dos décadas, es que los españoles de la posguerra emigraron a países en los que se necesitaba mucha mano de obra, por ejemplo a una Alemania en reconstrucción, mientras que estos falsos emigrantes están llegando en masa a un país que lleva muchas décadas sin poder resolver el gravísimo problema de varios millones de parados.
Cuarta farsa: los embarcados no estaban en peligro de muerte en una chalupa naufragada en un mar tempestuoso, sino que, como casi siempre, habían sido recogidos a pocas millas de las costas africanas por el flamante buque de una de esas oenegés de pijos acomplejados cuyo objetivo estatutario es el suicidio de Europa.
Quinta farsa: esas operaciones siguen enriqueciendo a los mafiosos sin escrúpulos a los que esos supuestos parias de la tierra pagan enormes sumas para que los embarquen hacia los buques europeos que les conducirán a los países de la orilla norte del Mediterráneo burlando su propia legislación. Y animan a millones a hacer lo mismo, como si en Europa hubiera sitio para todos los habitantes del planeta.
Sexta farsa: no son parias de la tierra, sino jóvenes sanos, fuertes, generalmente bilingües, con cierta preparación, con dinero para pagar a las mencionadas mafias y teléfonos móviles de última generación con los que envían a sus amigos las imágenes de su llegada a la meta de la gincana. Abandonan sus países, en los que se quedan los verdaderamente pobres y sin formación, pero no por persecuciones ideológicas, religiosas o nacionales, sino porque les resulta cómodo huir del caos y la miseria incurables de aquellos países. Los motivos de ese caos y esa miseria son de ancestral carácter religioso, político y cultural, y esos jóvenes sanos y fuertes bien podrían poner manos a la obra para resolverlos. Pero no, los europeítos avergonzados de serlo les abren las puertas de la próspera y acomplejada Europa condenando a esos países africanos y asiáticos a seguir igual eternamente.
Si esos países, por los motivos que sean, siguen demostrando su incapacidad para superar el caos y la miseria, la solución es llevarles el orden y la prosperidad allí, no traer el caos y la miseria aquí.
Y si no se comprende esto, no tardaremos en ver –estamos empezando a verlo ya– a una Europa inhabitable, injusta y violenta ahogarse en el mismo caos y la misma miseria.