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Jesús Laínz

Inmigración y coherencia

Sería conveniente que todos, gobernantes y gobernados, empezaran ya a ser coherentes con sus ideas y sus palabras.

El eminente escritor Jean Raspail, gran premio de literatura de la Academia francesa, publicó El Campamento de los Santos (Le Camp des Saints) en 1973. En España fue editado poco después por Plaza y Janés, y en años posteriores han vuelto a publicarlo otras editoriales. Torcuato Luca de Tena le dedicó una elogiosa tercera de ABC titulada "La invasión tercermundista" el 28 de diciembre de 1996, artículo que hoy sería improbable encontrar en una prensa ahogada por la siempre creciente corrección política.

Uno de los momentos clave de la novela describe la reacción de los militares franceses al recibir la orden de disparar contra una flota de millones de inmigrantes indefensos embarcados en la India hacia una Europa en la que los ríos manan leche y las vacas dan miel. Porque no es lo mismo disparar contra enemigos armados que contra civiles famélicos. Sobre todo en una Europa que lleva muchas décadas haciendo cursos intensivos de remordimiento.

Cuarenta años después, los ejércitos europeos están dando la razón a Raspail: sus soldados salen al encuentro de los barcos cargados de inmigrantes ilegales, pero no para hacer cumplir la ley, interceptar su paso y devolverlos a sus lugares de origen, sino para ayudarlos a desembarcar sanos y salvos. La humanidad así lo exige, naturalmente, pero es inevitable preguntarse si los ejércitos están para eso. Pues la función de las asociaciones caritativas probablemente sea ésa, pero desde luego no es la de la gente reclutada, organizada y armada para defender a sus respectivas naciones de las amenazas exteriores y proteger la invulnerabilidad de las fronteras. Porque si ya no van a dedicarse a eso, ¿a qué esperamos para disolver los ejércitos? Aparte del ahorro en medios humanos y materiales, lo exige la coherencia.

Paralelamente, si las fronteras están para ser violadas con la colaboración de las fuerzas armadas de los propios países violados, no se comprende fácilmente por qué siguen existiendo, sobre todo si tenemos en cuenta datos tan importantes como un Mariano Rajoy declarando, para llevar la contraria a Trump, estar en contra de la existencia de las fronteras. Pero mientras llega la utopía lennonesca ansiada por nuestro presidente, habrá que defender las hoy existentes. Claro que si nos creemos de verdad el dogma progre de que no hay más patria que la Humanidad y, por lo tanto, las fronteras no se van a defender, ¿a qué esperamos para desmantelarlas? Aparte del ahorro en medios humanos y materiales, también lo exige la coherencia.

Las diversas iglesias cristianas son las entidades que, por toda Europa, probablemente carguen sobre sus espaldas con la mayor parte del peso de la acogida, manutención e integración de los inmigrantes. Se trata de un loable comportamiento y del cumplimiento del mandato de caridad emanado de su ideario, aunque la emigración no sirva para mejorar en nada la situación de los países de origen. Pero los acogedores no deben olvidar que, terroristas aparte, un buen porcentaje de dichos inmigrantes son enemigos acérrimos de un cristianismo cuya existencia se verá muy seriamente amenazada –recuérdese el mártir francés Jacques Hamel– en el momento en el que su peso demográfico sea suficiente para influir en la toma de decisiones políticas. Quejarse cuando ya no haya remedio sería incoherente.

El elemento esencial de todo este asunto no es, sin embargo, la presión inmigratoria exterior, sino los apóstoles de las puertas abiertas que se alojan en el interior. Porque de la coyunda entre el izquierdista y la beata nació el progre moderno, ese tipo humano que considera perniciosa toda raíz, que adora irreflexivamente cualquier utopía, que, consciente o inconscientemente, se detesta a sí mismo y que considera atractiva la destrucción de la sociedad en la que le tocó nacer. Pero, si algún día se cumplen sus deseos, habrá que exigirles la mínima coherencia de que, ante el colapso de las viviendas, los hospitales, los empleos y los servicios públicos, ellos sean los primeros en compartir sus puestos de trabajo, su dinero, sus hogares, sus camas y sus hijas con todos esos hermanos extranjeros en cuya llegada tanto colaboraron.

Finalmente, la única consecuencia posible de la concentración incontrolada en el exiguo suelo europeo de demasiados millones de seres humanos, y no todos con la intención de convivir, será –ya está empezando a serlo– la escasez, el desorden, el terrorismo y la pérdida de la paz social. Por lo que no se comprendería que los que tanto hicieron por conseguirlo acaben llamando en su defensa a unos ejércitos que precisamente ellos hicieron desaparecer. No sería coherente.

Sería conveniente que todos, gobernantes y gobernados, empezaran ya a ser coherentes con sus ideas y sus palabras. El futuro no está escrito y nadie sabe cómo será. Pero cuando llegue, sea hermoso o espantoso, habrá que seguir siendo coherentes.

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