Un buen día, a mi admirado Forrest Gump se le ocurrió echar a correr. Y como les suele suceder a los tontos, obsesivos por naturaleza, le cogió tanto gusto que siguió, y siguió, y siguió, y siguió... Por el camino se le fueron sumando adeptos. El primero de ellos confesó secundarle porque, al verle correr de costa a costa, díjose para sí:
–Aquí hay alguien que tiene las cosas claras, alguien que tiene la respuesta, así que le seguiré hasta donde sea.
Tras aquel primer discípulo, se le fueron sumando muchos otros. Pero un día, en medio del desierto de Utah, tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas después de haber comenzado su carrera, Forrest se detuvo.
–¡Silencio, silencio! Va a decir algo –ordenó uno de los seguidores.
–Estoy cansado. Me voy a casa –anunció con débil voz el maestro.
Y tras el primer estupor, preguntáronse angustiados:
–Y ahora, ¿qué hacemos nosotros?
Al pobre Brian le ocurrió algo parecido cuando empezaron a perseguirle las turbas exigiéndole que les explicara el secreto de la vida eterna, con lo que comenzó el culto a la Santa Alpargata en apretada competencia con el de la Sagrada Calabaza de Jerusalén, lo que desembocaría en su crucifixión ante la cómplice presencia del Frente Popular de Judea, batallón suicida.
Moraleja: el ser humano siempre será el mismo borrego necesitado de rebaño, el mismo débil ansioso de certezas, el mismo fanático presto a la agresión. La esencia es siempre la misma; sólo cambian los detalles.
En estos días, medio mundo está pendiente de en qué punto del Atlántico se encuentra el velero en el que unos padres incalificables han embarcado a la niña mesías que se ha encarnado entre nosotros para traernos la buena nueva. Ni es científica, ni posee ningún conocimiento extraordinario, ni ha sido elegida por nadie, y ni siquiera tiene la edad suficiente para saber de lo que habla, pero toda la progresía mundial escucha embobada las letanías que salen de sus infantiles labios. "¡Dejad que la niña se acerque a nosotros!", claman los discípulos invirtiendo la frase bíblica.
Al borde de la extinción las viejas creencias, la nueva Iglesia de la Calentología ha irrumpido muy oportunamente para colmar los corazones afligidos. Muchos millones se sienten reconfortados con la recién estrenada fe y felices de formar parte de la grey de los elegidos. ¡Y pobre del hereje que no comulgue con las nuevas ruedas de molino, porque será señalado, ridiculizado, desterrado, abominado, condenado y arrojado a los fuegos eternos del fascismo! Pero que se anden con ojo los clérigos calentólogos en su afán de dominar la escena neorreligiosa, pues si el fanatismo de los seguidores es la mejor garantía de solidez de una fe, se les avecina una dura competición con la pujante Iglesia Feminista, provocadora de un histerismo de agresividad difícilmente superable.
Pero, regresando a las cosas del calentón, sigue sin estar claro esto del cambio climático por mano humana. Empezando por la notable hipocresía que invalida su denuncia. Porque es evidente que tanto los izquierdistas como los derechistas se distinguen por su desarrollismo y limitan la preocupación ecologista a poco más que retórica electoralista. Sin duda, lanzan hermosas declaraciones sobre la necesidad de cuidar el medio ambiente, pero las iniciativas verdaderamente eficaces suelen quedar en casi nada, mientras que ningún partido, ni de un lado ni del otro, puede imaginar replantearse el intocable dogma del crecimiento perpetuo.
Por otro lado, esa izquierda que con tan altas voces proclama su superioridad moral también en asuntos ecológicos nunca conseguirá ocultar que las políticas ambientales más catastróficas se llevaron a cabo en los países socialistas, con la URSS de Chernóbil a la cabeza. Pero la falacia izquierdista sigue funcionando, y ahí está el fenómeno Gore-Thunberg, mascarones de proa del ecoprogresismo actual, para probarlo.
Pero vengamos brevemente al dogma calentológico omnipresente en nuestros días. Porque no hace falta ser científico para advertir que en el último medio siglo el planeta se ha calentado. Pero ese periodo de tiempo es irrelevante, pues el clima nunca deja de cambiar. La Edad Media, por ejemplo, fue un periodo más cálido que el actual, bautizado por los científicos como Óptimo Climático Medieval. También es notorio que desde finales del siglo XVIII, momento en el que concluyó lo que los científicos han llamado Pequeña Edad de Hielo, comenzada en torno al siglo XV, el planeta se ha ido calentando paulatinamente. Hay viejas fotografías que demuestran que el glaciar del Ródano terminaba a mediados del siglo XIX varios cientos de metros más abajo de su posición actual. Lo mismo ha sucedido con los glaciares pirenaicos y los del Himalaya. Lo interesante del dato es que ese retroceso ya era visible hace doscientos años, cuando aún no había comenzado la revolución industrial.
Por eso es necesario ser prudentes al proclamar verdades científicas incontestables, pues pocos años bastan para que pasen a ser archivadas como errores superados. Recuérdese, sin ir más lejos, el consenso científico mundial que en los años setenta alertaba sobre la inminencia de una nueva glaciación. Y por eso no parece sensato negar una tendencia al calentamiento por motivos cósmicos, ajenos a la influencia del hombre.
Pero está claro que acusando al sol no se consigue ni agitar a las masas ignorantes, ni acumular honores planetarios, ni recibir subvenciones millonarias ni dirigir sectas políticas.