A mediados del siglo XIX las ciudades españolas del norte de África sufrían constante hostigamiento. Tras años de ataques, en agosto de 1859 la situación se agravó. El ejército realizaba labores de fortificación en el perímetro de Ceuta cuando los moros atravesaron la línea divisoria y destruyeron los trabajos realizados. Algunos días después derribaron los pilares indicadores de la frontera y los escudos de España.
Tras varias protestas diplomáticas y crecientes escaramuzas que provocaron las primeras bajas, el Gobierno del general O’Donnell declaró la guerra al emperador de Marruecos. Al mando de 45.000 hombres que habrían de enfrentarse a un enemigo muy superior en número y apoyado por armas, colaboración y presión diplomática británicas, O’Donnell estableció como objetivos asegurar las posiciones de Ceuta y Melilla, así como tomar Tetuán y el puerto de Tánger.
Tetuán fue tomada el 6 de febrero, y tras la batalla de Wad-Ras los marroquíes pidieron la paz. La victoria fue celebrada con grandes manifestaciones por toda España. Cuando el general Prim hizo su entrada triunfal en Barcelona, desde los balcones cayó una lluvia de octavillas con este verso:
Si hay nación que intentare de nuevo insultarnos
sepan de una vez todas cuantas alumbra el sol,
que España es siempre España, y tiene siempre prontos,
recursos, patriotismo y Ejército Español.
Siete años más tarde, Mark Twain, de visita en la zona, anotó esta reflexión para la posteridad:
España es el único país al que los moros temen. El motivo es que España envía sus mayores barcos de guerra y su artillería para asombrar a estos mahometanos, mientras que los Estados Unidos y otros países sólo mandan casualmente algún despreciable cañonero. Los moros aprenden lo que ven. Tenemos grandes escuadras en el Mediterráneo, pero raramente tocan puertos marroquíes. Los moros sienten muy poco respeto por Inglaterra, Francia y Norteamérica, y hacen mil jugarretas a sus cónsules, reconociéndoles sus derechos como simple favor. Pero apenas el cónsul español hace una petición, se la conceden al momento, sea justa o no. España venció a los moros hace cinco o seis años con motivo de unos territorios que dan frente a Gibraltar, y se apoderaron de la ciudad de Tetuán. La paz fue a cambio de unos terrenos determinados y veinte millones de dólares de indemnización. Sólo entonces devolvieron la ciudad.
Han pasado solamente seis o siete generaciones pero parece otro planeta. Y sin embargo se trata de la misma España, ese país que hoy se dejaría invadir, trocear, liquidar y sodomizar sin decir ni pío. Tantos años de disolución pasan factura. Los españoles, como los demás europeos, llevamos un siglo haciendo cursillos intensivos de remordimiento. Nosotros somos los últimos gusanos que apuran los restos del cadáver de lo que un día fueron España y Europa.
Hace 1.300 años España pudo haber desaparecido para siempre cuando el conde don Julián, gobernador de Ceuta, abrió la puerta del Estrecho a los invasores mahometanos. Derrotando al ejército de don Rodrigo en la batalla de Guadalete, pusieron su pie en una península que no abandonarían del todo hasta ocho siglos después.
Pero, a pesar de la derrota militar y la posterior ocupación de casi todo el territorio del reino visigodo, España no desapareció de la Historia porque muchos españoles, por su estirpe europea, su tradición hispana, romana y goda y, sobre todo, su religión cristiana, se negaron a aceptar la nueva situación. Y así comenzó en las montañas del norte la resistencia que, pasando el testigo de generación en generación, acabaría desembocando en la victoria final de Granada.
Los invasores del siglo XXI no tendrán necesidad de ganar ninguna batalla de Guadalete, ni se toparán con demasiada resistencia en una España encantada de negarse a sí misma. Tampoco encontrarán un cristianismo que se les oponga, pues los restos que de él quedan van poco más allá de la juerga del Rocío y los atracones de Navidad. En cuanto a la Iglesia, vanguardia del ateísmo y el progresismo, hace mucho que dejó de ser columna de Europa para convertirse en una de las principales causas de su disolución. Tampoco se les opondrá ningún don Rodrigo, ya que el rey de España ni gobierna ni puede mover un dedo, ni siquiera simbólicamente, sin permiso del Gobierno. Tampoco tendrán que enfrentarse a un ejército convertido en oenegé y provisto de balas de fogueo: "¡Presupuestos militares para birras en los bares!", siembra la izquierda desde hace medio siglo. Y lo más importante: hoy don Julián no tendría que venir de Ceuta, puesto que ya está sentado en la Moncloa: "El Ministerio de Defensa sobra", proclamó recientemente el presidente Sánchez. Y nada habría cambiado si le hubiera tocado a un Rajoy encantado de declarar que "no estoy a favor de las fronteras". El "imagine there’s no countries" que cantó John Lennon hace cincuenta años es hoy el primer mandamiento de todos nuestros gobernantes de izquierda y derecha.
Vayamos aceptando la realidad: Ceuta y Melilla están condenadas. Y detrás de ellas irá el resto de una España y una Europa decrépitas, cobardes, canallas, indefensas y envejecidas. Mientras la bomba demográfica africana sigue hinchándose, Europa ni puede ni quiere seguir existiendo.
Pero la muerte no será tranquila. Lo que no defiendan nuestros soldados a tiros en las fronteras lo tendrán que defender los españolitos a tortas por las calles. Y no se consuelen cobardemente creyendo que les tocará verlo a nuestros nietos. Lo vamos a ver nosotros. Lo estamos empezando a ver ya.