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Jesús Laínz

Del virreinato de la India a la alcaldía de Londres

En dos generaciones se ha pasado de que media Asia estuviera regida por virreyes británicos a que un paquistaní sea alcalde de la capital eximperial

La inmigración es uno de los elementos claves de la Europa actual, como demuestran violentamente los atentados cometidos por musulmanes nacidos en suelo europeo y pacíficamente los londinenses eligiendo al primer alcalde musulmán de una capital europea. En sólo dos generaciones se ha pasado de que media Asia estuviera regida por virreyes británicos a que un paquistaní sea el alcalde de la capital eximperial. Los londinenses no han hecho más que institucionalizar con sus votos las nuevas realidades sociales de una Europa multiétnica insospechable no hace mucho tiempo.

Pues los vencedores de 1945 consideraron que la coexistencia de poblaciones nacionalmente diferenciadas había probado su fracaso con las dos guerras que ensangrentaron Europa en la primera mitad del siglo XX. Por eso se diseñaron nuevas fronteras para evitar conflictos futuros. Además de los ajustes entre griegos, turcos, eslovacos, checos, rumanos, húngaros, rusos y polacos, el grueso de la operación consistió en la deportación forzosa de millones de Volksdeutsche­ –Sudetes, Suabos del Bánato, Sajones de Transilvania, etc.–, que fueron reagrupados dentro de las fronteras de las neonatas repúblicas alemanas. Bien claro lo dejó Churchill: "La expulsión es el método que, según lo que hemos podido ver, será el más satisfactorio y duradero. Ya no habrá mezcla de poblaciones que cause problemas sin fin”. Las dos excepciones a este proceso uniformizador fueron las plurinacionales Checoeslovaquia y Yugoslavia, fundadas tras la Gran Guerra y autodestruidas tras la caída del comunismo.

Poco después la ONU puso en marcha el mecanismo descolonizador, sobre todo tras la resolución 1.514 (14-XII-1960) sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales. Pero a partir de ese momento comenzaría un proceso de emigración masiva que iba a contradecir lo enunciado por Churchill: por primera vez desde los grandes movimientos de población que contribuyeron a la caída del Imperio Romano y configuraron la base sobre la que empezarían a cuajar las naciones europeas que hoy conocemos, decenas de millones de personas, esta vez llegadas sobre todo de Asia y África, comenzaron a cruzar las fronteras de Europa. La muerte de millones de europeos y la necesidad de reconstruir lo destruido por la guerra llevaron a abrir las puertas a mano de obra barata llegada de las antiguas colonias. Magrebíes y otros africanos se dirigieron a Francia; asiáticos, africanos y caribeños a Gran Bretaña; y Alemania, por su parte, recibió grandes contingentes de su antigua aliada Turquía. Otros países europeos se incorporarían más tarde al proceso, como una España en la que hubo que esperar a los años finales del siglo, cuando Aznar comenzó a abrir las puertas a la inmigración masiva.

No tardaron en oírse voces que se oponían a tan revolucionario fenómeno. El general De Gaulle, por ejemplo, pronunció en 1959 palabras que hoy dejarían tamañito a Le Pen:

“Está muy bien que haya franceses amarillos, negros y marrones. Eso demuestra que Francia está abierta a todas las razas y que tiene una vocación universal. Pero con la condición de que sigan siendo una pequeña minoría. Si no, Francia ya no sería Francia. Por encima de todo somos un pueblo europeo de raza blanca, de cultura greco-latina y de religión cristiana. ¡Que no nos vengan con historias! ¿Han visto ustedes a los musulmanes? ¿Los han visto con sus turbantes y sus chilabas? Está claro que no son franceses. Los que promueven la integración tienen cerebro de colibrí, por muy sabios que sean. Intenten mezclar aceite y vinagre. Agiten la botella. Al cabo de un momento se habrán separado de nuevo. Los árabes son los árabes, y los franceses son los franceses. ¿Creen ustedes que el cuerpo francés puede absorber diez millones de musulmanes que mañana serán veinte y pasado mañana cuarenta? Si los integramos, si consideramos franceses a todos los árabes y bereberes de Argelia, ¿cómo les impediríamos instalarse en la metrópoli, donde el nivel de vida es tan superior? Mi pueblo ya no se llamaría Colombey-las-Dos-Iglesias sino Colombey-las-Dos-Mezquitas”.

Nueve años después, en abril de 1968, el erudito y político conservador Enoch Powell provocaría el escándalo al pronunciar un discurso en el que auguró el fin de Gran Bretaña si no se repatriaba a los inmigrantes que habían comenzado a llegar en aquellos años “provocando una transformación que no tiene paralelo en mil años de historia inglesa”. Consideró que los gobernantes de aquellos días tenían que tomar decisiones difíciles para evitar graves males futuros:

“Los dioses vuelven locos a quienes quieren destruir. Hemos de estar locos como nación, literalmente locos, para permitir la entrada anual de unos 50.000 inmigrantes sin recursos que serán mayoritariamente la materia del futuro crecimiento de la población de origen inmigrante. Es como ver a una nación prendiendo entusiasmada su propia pira funeraria”.

Y, citando a Virgilio (Eneida, 6, 86-87), concluyó comparando el futuro de Gran Bretaña con el de unos Estados Unidos a la sazón agitados por tensiones raciales:

“Tiemblo cuando miro hacia el futuro. Como el romano, me parece ver “el río Tiber espumeante de sangre”. El trágico e irresoluble fenómeno que vemos con horror en la otra orilla del Atlántico, consecuencia de la propia historia y existencia de los Estados Unidos, se nos viene encima por nuestra propia voluntad y nuestra propia negligencia. Evidentemente acaba de empezar, pero tendrá proporciones americanas mucho antes de que termine el siglo. Sólo podremos resolverlo con acciones contundentes y urgentes. No sé si habrá voluntad pública para exigirlas y para llevarlas a cabo. Lo único que sé es que verlo y no denunciarlo sería la mayor de las traiciones”.

A pesar de que una encuesta Gallup reveló varios días después que el 74% de los encuestados se mostraron de acuerdo con Powell, el jefe de las filas conservadoras Edward Heath le fulminó sin contemplaciones, poniendo punto final a una exitosa carrera política.

El caso creó jurisprudencia de alcance mundial, pues desde entonces el desacuerdo con el discurso oficial sobre la inmigración ha tenido que nadar contra una corriente avasalladora.

Página web de Jesús Laínz

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