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Jesús Laínz

De Domiciano a Juan Carlos I

Acaba de comenzar la caza y captura de toda calle, edificio o monumento que lleve el nombre de Juan Carlos I, el nuevo coco de la política española.

Acaba de comenzar la caza y captura de toda calle, edificio o monumento que lleve el nombre de Juan Carlos I, el nuevo coco de la política española.
Busto del rey emérito Juan Carlos I en Pinto, ya retirado. | Europa Press

Tito Flavio Domiciano fue nombrado emperador el año 81. Por la información que nos ha llegado de aquellos días, gobernó en paz con su pueblo y fue bastante eficaz en asuntos económicos, militares y administrativos, pero al mismo tiempo su carácter despótico le ganó muchos enemigos, sobre todo en un Senado paulatinamente privado de poderes. Con su asesinato el año 96, tras quince de reinado, concluyó la dinastía Flavia que había inaugurado Vespasiano treinta años antes.

Tras el nombramiento de Nerva como nuevo emperador, los senadores se vengaron de su enemigo decretando la condena de su memoria: sus arcos triunfales fueron derribados, sus monedas fundidas, sus estatuas destruidas, sus retratos restaurados para que representaran el rostro del nuevo emperador, y su nombre eliminado de los registros públicos, como si nunca hubiese existido. Y los historiadores posteriores, como Tácito y Suetonio, inmortalizaron su recuerdo como un tirano de la talla de Calígula y Nerón.

Catorce siglos habían pasado cuando, en 1491, Luis Vives Valeriola, judío valenciano convertido a la fe católica, pasó por el altar para casarse con Blanquina March Almenara, también judía y también recientemente convertida en aquellos peligrosos años para unos judíos españoles que pocos meses después iban a ser expulsados por los Reyes Católicos. El 6 de marzo del muy histórico año de 1492 nacía en Valencia el que estaba destinado a convertirse en la principal figura del humanismo renacentista español, su hijo Juan Luis Vives.

Nueve años más tarde, en 1501, Luis padre fue detenido por la Inquisición bajo la acusación de seguir practicando ritos judaicos en la sinagoga secreta que regentaba un familiar, si bien fue absuelto y no recibió pena alguna. En 1508 la peste azotó las costas levantinas, y una de sus víctimas fue Blanquina, que falleció a la temprana edad de treinta y cinco años. Pero no se habían acabado los problemas religiosos para su viudo, pues en 1522 fue detenido de nuevo bajo la misma acusación de judaizar a escondidas. Esta vez fue encontrado culpable, se le confiscaron todos sus bienes y fue ejecutado en la hoguera dos años más tarde.

Sus hijas Beatriz y Leonor, mientras su filósofo hermano recorría las universidades de media Europa, reclamaron que les fueran devueltos los diez mil sueldos que su madre había aportado al matrimonio en concepto de dote. El juez les dio la razón y recibieron un primer pago del total. Pero el fiscal inquisitorial, con el fin de evitar la devolución del resto, abrió un proceso póstumo contra su madre, fallecida vente años atrás. La sentencia final condenó a Blanquina por los delitos de herejía y apostasía, por lo que se confiscaron sus bienes, se condenó su memoria y su cadáver fue desenterrado para ser quemado públicamente.

Llegados a nuestros días, el gobierno socialcomunista, recogiendo lo sembrado por Aznar mediante la condena parlamentaria del alzamiento del 18 de julio en noviembre de 2002 y por Zapatero mediante la Ley de Memoria Histórica de 2007, ha dado el último paso en la voladura del pacto constitucional de 1978: la condenación de la memoria de Francisco Franco y del régimen surgido de su victoria de 1939. Y, paralelamente, la exaltación de los gobernantes de la Segunda República, incluidos los que mancharon sus manos con la sangre de miles de inocentes, como Indalecio Prieto, Santiago Carrillo, Francisco Largo Caballero y Lluís Companys.

Y así, dos milenios después de Domiciano y cinco siglos después de Blanquina March, se han derribado las estatuas del condenado, se ha borrado su nombre de todo lugar, calle o construcción, se ha desenterrado su cadáver, se ha decretado su infamia eterna y se pretende prohibir que alguien emita opinión alguna que no sea condenatoria de él y su régimen. ¡Ni los talibanes llegaron a tanto!

Gracias a Dios, como consuelo patriótico, los españoles podemos echar mano de los bochornosos espectáculos que la progresía mundial nos está dando con el derribo de estatuas de todo aquel personaje histórico que no encaje en la historieta de Alicia en el País de las Maravillas de la que se nutre su furia analfabeta.

Y por si todo esto fuera poco, acaba de comenzar la caza y captura de toda calle, edificio, monumento e institución que lleve el nombre de Juan Carlos I, el nuevo coco de la política española. ¡Y sin ni siquiera esperar a su fallecimiento! Pero, vista la velocidad a la que vamos, quizá Felipe VI tarde poco en alcanzarle.

Aunque también es cierto que, como contraste, por primera vez en cuarenta y cinco años van a ser dos golpistas socialistas, Prieto y Largo Caballero, los que desaparezcan del callejero madrileño debido a una propuesta de Vox ateniéndose a la Ley de Memoria Histórica del PSOE. Lo más significativo de todo es que, tras medio siglo de agitación del odio guerracivilista y de resurrección del pasado con fines políticos presentes, cuando por primera vez les ha tocado a los izquierdistas probar la medicina que ellos recetaron, gritan cual vampiros ante agua bendita acusando a la derecha de agitar el odio y de mirar hacia atrás en vez de ocuparse de los problemas de hoy. ¡Qué divertido se está poniendo todo!

¡Cómo se nota que, a diferencia de nuestros infelices antepasados, nosotros hemos sido bendecidos con la dicha de vivir en una época de luz, civilización, tolerancia, derechos, libertades y democracia! ¡Cuánto hemos progresado!

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