"Si la libertad significa algo, significa el derecho de decir lo que los demás no quieren oír", escribió mi idolatrado George Orwell en el prólogo a Rebelión en la granja. Sencilla sentencia que suele olvidarse en estos temblorosos días en los que todo el mundo da por sentado que sólo pueden expresarse las opiniones bendecidas por la Santa Iglesia de la Corrección Política y, en consecuencia, sostenidas por la obediente mayoría. Pero para eso no hace falta libertad de expresión, ni menos aún su consagración en mojados papeles constitucionales. Para lo que hace falta es para poder decir –y para tener que oír sin aspavientos– las opiniones que chocan contra la corrección y contra la mayoría.
Si en nuestra época existe un tema sobre el que hay que andar como sobre ascuas, ése es, sin duda, el de la inmigración. Los ejemplos de censuras, ocultamientos y escándalos son tan numerosos que no hará falta recordarlos. Por eso no hay que callar, incluso conociendo el riesgo de acabar sintiendo lo que se dice.
En este año inaugurado con el masivo asalto sexual de Colonia, la acumulación de acontecimientos ha acabado sacando a la superficie un debate que se ha acallado durante demasiado tiempo. Todos los días llegan nuevas noticias de Grecia, de Italia, de Alemania o de los países del Este, especialmente de Hungría, por lo que quizá sea buen momento para hacernos unas cuantas preguntas sobre el fenómeno inmigratorio. Porque dicho fenómeno tiene unas características peculiares que suelen impedir el debate franco a pesar de su indudable importancia.
Por ejemplo, la de que, para acallar en España las opiniones contrarias a la inmigración, se ha utilizado hasta la saturación el argumento de que el pueblo español no tiene ninguna queja que emitir al respecto porque fue emigrante en tiempos pasados. Pero que les pregunten a los españoles que marcharon a trabajar a otros países europeos en los años cincuenta a setenta sobre lo que su muy ordenada, muy regulada, muy controlada, muy provisional, muy contratada y muy condicionada experiencia emigratoria se parece a la caótica inmigración actual. Tanto los ministerios españoles afectados como los de los países receptores no dieron el permiso a cualquiera; millones de españoles tuvieron que certificar la ausencia de antecedentes penales para poder emigrar; el Gobierno español estaba obligado a organizar las comunidades de emigrantes en el extranjero hasta en detalles como la provisión de párrocos propios; si un emigrante español incumplía alguno de los requisitos del país receptor, era devuelto inmediatamente a España; ningún español tuvo que saltar vallas ni violar fronteras ni pagar a mafias para que los transportasen en botes hasta las playas; ni esconderse ni enfrentarse a la policía ni hacerse pasar por refugiado ni engañar sobre su nacionalidad; ningún español fue un sin papeles; ningún español llegó a otro país europeo con la intención de vivir de subvenciones; ningún español tuvo que extender una manta en la boca del metro para vender furtivamente mercaderías falsificadas ni organizó bandas de atracadores ni tribus de gamberros urbanos. ¿Cabe imaginar lo que habría sucedido si el creciente caos delictivo de la inmigración actual –sobre el que, por cierto, los medios de comunicación y la policía tienen órdenes expresas de ocultación– hubiera sido provocado por los emigrantes españoles de los años 60?
Por otro lado, en Europa asistimos al curioso espectáculo de que los políticos responsables de la legalización del aborto, que en el último medio siglo ha provocado la muerte de decenas de millones de niños, son los mismos que ahora claman por la llegada de decenas de millones de inmigrantes para evitar el hundimiento demográfico. Un ejemplo entre mil: Emma Bonino, una de las principales promotoras de la legalización del aborto en Italia y fundadora en 1973 del CISA (Centro de Información sobre la esterilización y el aborto), y Javier Solana, ministro del Ejecutivo que legalizó el aborto en España en 1985, proclamaron a coro en Estambul en 2011: "Los europeos necesitamos inmigrantes para mantener el equilibrio demográfico. ¡Muchos inmigrantes!". Pirómanos apagando sus incendios con gasolina...
Finalmente, ¿a nadie le llama la atención el muy antidemocrático hecho de que, a pesar de tratarse de un fenómeno de singular transcendencia para el futuro de cualquier nación –cuya composición humana, cuya tradición cultural, cuya personalidad colectiva, asentadas durante siglos o milenios, se verán alteradas para siempre–, nunca se haya pedido opinión en referéndum a ninguna nación afectada? ¿A nadie le ofende que las políticas inmigratorias sean dictadas por organismos supranacionales de dudoso, limitado, escaso o nulo origen democrático y que hayan de ser obedecidas sin rechistar por gobernantes y parlamentos elegidos por los ciudadanos? ¿O que las opiniones críticas con cualquiera de los aspectos de la inmigración, e incluso los hechos que pudieran dar la razón a dichas opiniones críticas, hayan sido sistemáticamente ocultadas, censuradas y condenadas durante décadas? ¿Quién decide que los ciudadanos no tienen derecho a ser informados de hechos que les afectan tan gravemente? ¿Quién decide que no puede haber una opinión antiinmigratoria? ¿Por qué se demoniza a quien no comulga con el pensamiento inmigratorio dominante?
Demasiadas preguntas…