Hace algunas semanas saltó a los papeles la inhabitual noticia de que el Gobierno de Sánchez, entre profanaciones de tumbas, agitaciones de odio, mentiras, infamias y genuflexiones, había tenido tiempo para, por una vez, hacer algo serio.
Se trató de la carta enviada por la secretaría de Estado de Economía al ministro de Hacienda de Guinea Ecuatorial exigiendo que pusiera en funcionamiento el hospital levantado en Malabo con diecinueve millones de euros de fondos públicos españoles que, un año después de su terminación, permanece cerrado. El carísimo equipamiento médico se está deteriorando por falta de mantenimiento y los cursos de capacitación del personal del hospital no se han realizado.
Al leer la noticia, las meninges de este perverso juntaletras se iluminaron con el recuerdo de un artículo leído hace ya varias décadas sobre lo sucedido, también en ámbitos hospitalarios, en el Congo recién descolonizado por los belgas. Tras el espantoso cuarto de siglo de dominio directo del rey Leopoldo, en 1908 el Congo pasó a ser gobernado por un Estado belga que, a pesar de la segregación y otras políticas habituales en las colonias africanas de la época, no dejó de construir gran número de infraestructuras. Entre ellas, naturalmente, hospitales. Pues bien, precisamente de los hospitales congoleños no tardaron en llegar a la antigua metrópoli noticias sobre el alarmante incremento de las muertes en quirófano debidas, sobre todo, a súbitas paradas cardiorrespiratorias sobrevenidas incluso antes de comenzar las intervenciones. Tras breve investigación, los técnicos enviados desde Bruselas averiguaron que el problema consistía en que las personas que se habían hecho cargo de los asuntos hospitalarios, "médicos" incluidos, tras el agotamiento de las bombonas de oxígeno, habían comenzado a utilizar otras bombonas que encontraron por allí. De butano.
Pero regresemos a la vecina Guinea Ecuatorial. Pues también hace un par de décadas TVE emitió un interesantísimo documental sobre el legado español en aquellas lejanas tierras africanas desde la llegada de Iradier. Los españoles desarrollaron ampliamente la agricultura y construyeron puertos, carreteras, hospitales y escuelas. El nivel de vida de la población autóctona alcanzó niveles que jamás hubiera podido imaginar. La desnutrición y otras enfermedades desaparecieron gracias al saneamiento de tierras, la variedad de la dieta y la atención médica. Pero cuando los españoles se fueron, las explotaciones agrícolas se abandonaron, se dejó crecer la maleza en las carreteras y se cayeron de olvido los hospitales y las escuelas. La población abandonó el cultivo del arroz y la patata y volvió a su régimen alimenticio anterior basado en la caza de ratas de río. Guinea volvió a su estado pretérito.
Como ha demostrado por enésima vez el caso del hospital de Malabo, la ayuda que sin cesar envían a África los países europeos no siempre llega al destino deseado porque se queda enganchada en las manos de los déspotas de turno, que la dedican a amasar inmensas fortunas (¿cuántos gobernantes africanos, y sus parientes, se destacan entre las mayores fortunas del planeta mientras sus compatriotas continúan sufriendo el más vergonzoso de los subdesarrollos?) y a adquirir el armamento necesario para sus eternas guerras tribales (¿cuántas matanzas étnicas, políticas y religiosas siguen ensangrentando África de manera tan habitual que ya ni son noticia?), como viene siendo denunciado inútilmente desde hace décadas. Por no hablar del pozo de inmundicias en el que consisten no pocas oenegés (¿cuántas de ellas, incluidos los cascos azules onusinos, son culpables de robos, muertes, tráfico de menores, explotación sexual y mil salvajadas más a las que la prensa mundial casi nunca presta atención?). El egregio economista John K. Galbraith resumió así la situación hace ya bastantes años:
Al examinar los logros del siglo que está a punto de terminar, deberíamos rendir homenaje al final del colonialismo. Sin embargo, con demasiada frecuencia el final del dominio colonial también ha significado el final de la eficacia del gobierno. Especialmente en África, el colonialismo ha dejado paso frecuentemente a gobiernos corruptos o a su total ausencia.
Pero no, colonialista lector, Galbraith se equivocó. Porque, como nos han ordenado opinar los guardianes de la corrección política, la culpa de todo esto la tiene el fascismo que no cesa: los Reyes Católicos, Franco, Vox y Santiago Bernabéu.