Parece que no va uno a la moda si no propone un cambio constitucional, lo que hasta hace poco no se le ocurría a nadie salvo a los eternos plañideros separatistas. Curioso mimetismo que tendría que bastar para hacer reflexionar a ésos que ahora van de ocurrentes. Y de equidistantes entre la existencia y la inexistencia de la nación, como si eso fuese posible.
Curioso afán, por cierto, éste de desguazar una Constitución antes de saber cómo funciona. ¡Menudo desperdicio! Porque cuatro décadas han tenido nuestros gobernantes para aplicarla y no lo han hecho; por ejemplo, el artículo 27.8, que prevé la inspección del sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes y de cuya inaplicación se ha derivado nada menos que el grave riesgo de fractura de la nación, gracias al adoctrinamiento totalitario llevado a cabo en Cataluña mientras todos los gobernantes nacionales miraban hacia otro lado, cuando no colaboraban con ello.
O el inmencionable artículo 155 (si es pecado mencionarlo, ¿por qué se redactó?), ése que dice que, en caso de que una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones. ¿Cuánto mediría la lista de los incumplimientos de la Generalidad y de sus atentados al interés general de España?
Aunque podríamos haber comenzado por el artículo 1, ése que proclama que España es un Estado de Derecho, a pesar de que los gobernantes de la Generalidad llevan décadas incumpliendo leyes y sentencias, presumiendo de ello e incluso avisando previamente de su incumplimiento en ruedas de prensa; y a pesar de que los gobernantes de la nación se han reído sistemáticamente de su juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución. En cuanto al artículo 2, ni lo mencionaremos, porque eso de la indisoluble unidad de la nación española es demasiado hiriente para soportarlo en estos días.
La verdad es que tenemos que dar la razón a los que proponen modificar la Constitución, ésa que iba a resolver definitivamente nuestros males regionales –¡y la que les cayó a los que osaron dudarlo!–. Porque no estaría nada mal que ese nuevo texto garantizara todo lo anterior, quizá teniendo la precaución de prever consecuencias contundentes para los gobernantes que no lo cumplieren. De paso, podría procederse a anular absurdos privilegios fiscales derivados de las guerras carlistas que en el siglo XXI son un insulto a la inteligencia. Y, por supuesto, a atribuir al gobierno de la nación una serie de competencias cuya entrega a las comunidades autónomas ha demostrado ser el suicidio del sistema.
¿O es que acaso nuestros gobernantes serán tan irresponsables como para prestar oídos a quienes, muchos de ellos opinadores influyentes, proponen una modificación constitucional en la dirección centrífuga que desean unos separatistas a los que, por lo visto, encima hay que premiar? ¿De verdad creen que aplicando más dosis del veneno se va a solucionar el problema?
Pero convendría ser prudentes en proponer nuevos textos constitucionales que después no se tenga intención de cumplir y hacer cumplir, ya que si la actual Constitución ha demostrado no ser más que papel mojado en muchos de sus más importantes preceptos, ¿por qué habría que confiar en que con una nueva Constitución la cosa iba a ser diferente? Quizá nuestros gobernantes, aislados de la realidad en sus lujosos despachos y sus imponentes coches oficiales, no se hayan dado cuenta de que hay demasiados españoles que, si ya están suficientemente indignados con una tomadura de pelo, no se sabe cómo reaccionarían ante la posibilidad de una segunda.