Cuando escribí en la muerte de César Velasco temí que pronto llegaría esta otra mala noticia. Era público que Santiago Abascal Escuza estaba muy enfermo, pero hay malas saludes de hierro que a veces acompañan por muchos años a las personas fuertes. Fuertes por dentro. Santiago, además de buena persona, lo era. Sólo así se puede soportar, cada día y cada noche, el aliento de un criminal en tu nuca. Con personas como él, muchas otras se sentían más seguras, más valientes.
Al conmemorar el vigésimo aniversario de la liberación de José Antonio Ortega Lara y el asesinato de Miguel Ángel Blanco nos hemos topado con una cruda realidad: los políticos, o al menos la mayoría de ellos, borran la memoria más útil de un pueblo, la que le ayuda a defenderse, la que se impone ante la vuelta de tragedias y errores pasados. En julio de 2017, veinte años después, hubo poco Ermua y mucho Estella. Hoy resulta que ETA ya no existe, que no es un problema, que hay que hacer borrón y cuenta nueva a su favor, que se hará y sin tardar mucho. Eran otros tiempos cuando una simple carta en un buzón podía arruinar la vida de toda una familia. Si llegaban más, pronto olería a pólvora en el barrio. Eran otros tiempos.
Hoy, gracias a ese Terror diario, a mil muertos, a los tullidos, a las familias y vidas rotas y, por encima de todo, gracias al olvido, la banda ya no necesita matar más y cobra de los presupuestos públicos. La extorsión ya puede llamarse sin temor impuesto revolucionario porque ahora sí lo es. Tristemente, ya corren otros tiempos.
Supongo que Santiago Abascal perdería la sonrisa muchas veces al día pero sólo ante quien no la mereciera. La perdería al toparse con un etarra, ya fuera diputado o cachorro callejero. O al ver su tienda quemada, o la sede a pie de calle destrozada o sus caballos pintados con spray... Estamos aquí… Supongo que también la perdió al ver salir a su partido cabizbajo de la lucha por la ideas, al ver la valentía frustrada, el coraje despreciado.
Habrá un funeral por él en Madrid, en septiembre. Queda, pues, otra oportunidad de demostrarle –a él y a su familia– que hay huellas, sonrisas y muecas imposibles de borrar, por mucho que se empeñen en hacer oficial el olvido histórico. Descanse en paz.