Dice Pablo Casado: “Esta moción no la dispara [Santiago Abascal] contra el Gobierno sino contra el partido que le ha dado trabajo 15 años y lamento decirle que el tiro le ha salido por la culata”.
La alegoría pistolera con el verbo disparar y palabras como “tiro” o “culata” no parece muy apropiada para dirigirse a una persona que sufrió el terrorismo en primera persona, como su padre, como toda su familia, en ese partido que, según parece, es una agencia de trabajo temporal. Intuyo a una cuadrilla de tuiteros con despacho o al mismísimo secretario general diseñando la frase para, como denunció un dolido Abascal, contribuir a la caricatura: Santi, el del pistolón, no presenta mociones de censura, las dispara. Siempre creí que Pablo Casado era un tipo elegante. Y lo era hasta que delegó su forma de ser o actuar en un club de amigos de nula experiencia política.
Recomiendo escuchar el resumen sonoro que presentó Dieter Brandau en su programa porque si eliminamos mentalmente los términos “Vox” o “Abascal” estaríamos ante el gran discurso de Pablo Casado contra el Gobierno de Sánchez y sus socios. Quizá es que ese discurso valía para las dos posibilidades en espera de la gran estrategia final. Y eso es un serio problema.
Soy consciente de estar a punto de caer en la misma trampa que, en mi opinión, engulló a Casado: confundirse de adversario y despistarse ante el mal mayor. Pero lo sucedido el jueves 22 de octubre en el Congreso bien merece una parada.
Casado quiso convertir la moción de censura al Gobierno en una cuestión de confianza de su partido con su electorado —de momento, sólo con las encuestas— y culminarla como moción de censura o más bien de clausura, a Abascal. Pero antes de interpretar lo que yo creo que pasó, no por ciencia infusa sino con algunos datos, quiero repasar un par de pinceladas de lo que el partido de Casado —sólo el de Casado— supone en mi experiencia personal. Son apenas dos ejemplos.
Un alto cargo del PP trató de convencerme de que Cayetana Álvarez de Toledo estaba asesorada por sorayistas que no dejaban actuar al verdadero y renovado PP en el Congreso y que por eso era inevitable su caída. La premisa resultaba difícil de creer pero, al fin y al cabo, una de las labores del periodista es la de escuchar. Pues ni por esas. El argumento se caía sin necesidad de rebatirlo, estando o no a favor de Cayetana. Por mucho cargo que uno tenga enfrente ya van algunos años en la profesión como para distinguir el olor de la ambición de los cuadros intermedios. Cayetana cayó, pasando de ser activo a escollo, porque el mérito individual, ajeno y normalmente anterior a la política, está penado por el sistema. El igualitarismo ya ha hecho estragos, como sucede con la mayoría de los males que denunciamos mientras contamos a sus víctimas. Tampoco me gustó la excusa de Cayetana, siempre elaborada pero no por ello cierta, de que la disciplina de voto es compatible con la libertad individual, valga la redundancia. Pero Cayetana es una explicación continua y siempre merece atención al tener enemigos en todos los puntos cardinales.
Otro argumento en el que, en vano, intentaron encontrarme es que la forma de tratar con Bildu ya no es recordarles que vienen de los que asesinaron a Miguel Ángel Blanco —a un millar, pero valga el concejal vasco como símbolo en España y más en el PP— sino discutiéndoles la cotidianeidad de los impuestos y otras hierbas de la política elemental… discutir sobre impuestos con los que llamaban a lo suyo “impuesto revolucionario”: paga o muere. Pues no. Tal es la batalla que proponen ahora los que cobran por pensar en la calle Génova 13, como si nada hubiera pasado. No digo que el PP desprecie a sus muertos porque yo no voy a caer en las exageraciones de Casado pero quizá estas nuevas artes expliquen por qué los jóvenes no saben quién fue ese tal Miguel Ángel Blanco —o Fernando Buesa o Joseba Pagazaurtundua—cuando les preguntan en una encuesta. Dicen saber más de Franco que de los momentos más dramáticos de la democracia posterior y por algo será. También hubo una ocasión en la que ese cargo del PP trató de convencerme de que siempre es mejor un reparto de jueces favorable a su partido que otro que no lo fuera. Táctica en estado puro que no alcanzamos a comprender algunos ingenuos, pese a conocer muchos rincones del desierto mediático. Luego, ante el escándalo de un whatsapp mal gestionado, viraron al lógico bloqueo —aunque el que bloquea es el PSOE—y al espíritu constitucional de la separación de poderes. Pero intentaron la primera vía y la sometieron a la valoración previa de la prensa.
Volviendo al día de autos, al PP le molestó que Abascal se atreviera a presentar una moción tan perdedora como necesaria y aún le incomodó más que le propusiera liderarla. No han pensado en otra cosa desde que se anunció. Tanto es así que después presumieron de haber llevado en secreto la magistral estrategia sin que se filtrara: “sólo lo sabían los más allegados”, dice un titular; “ni siquiera los diputados del Grupo Popular sabían qué iban a votar”, reza otro; “lo sabíamos seis personas porque el factor sorpresa era crucial”, presume un popular en El Mundo y añade que la clave era romper con Vox “de un solo golpe”. Pues, así a primera vista, todo esto dice bien poco de los diputados porque significa que habrían aplaudido y vociferado con igual fervor un discurso que el contrario y, además, denota poca o nula confianza en la discreción política del grupo parlamentario. Y eso que ya no hay sorayistas, según me dijeron.
El espectáculo, sostienen, tenía que ser inequívoco y así se diseñó: Vox es igual o peor que Podemos y maldito sea el día en el que murió el bipartidismo, al parecer sin culpables entre el propio bipartidismo. Solo bajo esa premisa podían dar el mensaje de un renovado partido autónomo y adversario de Vox aunque lo necesiten para gobernar en lugares tan estratégicos como Andalucía y Madrid. Consultaron con la prensa para hacer el balance antes de la crucial decisión y ganó la opción de aniquilar, o intentarlo, a Abascal. Por eso al día siguiente tuvieron portadas favorables y hasta entusiastas. Pero no consultaron con sus votantes porque eso sólo se hace de verdad en las urnas, así que queda por saber si aprobarán el examen final. Desde luego, con unas elecciones cercanas jamás habríamos visto al Pablo Casado que se exhibió hiperbólico en el Congreso. Me parece legítimo que este PP quiera romper públicamente con Vox aunque me resulte necio que pretenda llevarse con insultos a sus votantes. Quizá el siguiente paso magistral solo lo conozcan cuatro. O uno. O nadie.
El análisis de Génova 13 es que el psicodrama casadista serviría para ser protagonista del día, casi como si la cita la hubiera convocado el PP, y que el tiempo acabará borrando los enfados y los elogios de Pablo iglesias y Adriana Lastra. Con Casado firmando la cláusula que declara a Vox fuera del sistema —excepto en Madrid, Andalucía y Murcia, claro— y con Ciudadanos como vagón de cola, el PP se sitúa en el centro del centro y en la única referencia de la oposición. Los 52 diputados de Abascal vagarán como almas en pena esperando su pronta disolución, el cierre por cese de negocio, y terminarán llamando a las puertas que cerraron o volverán a sus quehaceres fuera de la política. No en vano, Albert Rivera tuvo cinco escaños más que Abascal (57) y ahora vive apartado de la política junto a Malú. Su sucesora lucha por hacer valer los diez que le quedan en herencia. Este es el análisis y el control de daños que circula por los despachos del PP que no gobierna. Lo dicen las portadas y con eso basta.
Pero el Gobierno también tenía preparados sus fuegos de artificio, además del emponzoñado elogio. Fueron dos: el Manifiesto Frankenstein y el anuncio de “parar el reloj” en la renovación de órganos como el CGPJ, el Supremo y el Constitucional. Sólo lo primero habría bastado para que Pablo Casado se olvidara de la existencia de Santiago Abascal y hubiera dedicado su catálogo de adjetivos al Gobierno y sus cuates. ¿De modo que Sánchez firma un Manifiesto con Podemos, ERC, CUP, PNV, Bildu y BNG “en defensa de la democracia” —se dice pronto— como respuesta a la moción de Vox, y el PP pide figurar como firma invitada? Es lo que hizo, más aún: añadió varios folios concurrentes al esperpento frentepopulista y estampó el sello del charrán. Pedro Sánchez promovió el manifiesto con aquellos con los que jamás iba a gobernar, con los que le quitaban el sueño, con sus xenófobos y con los que llevaban pistola por razones diametralmente opuestas a las de Santiago Abascal. En cuanto al reloj parado de la renovación de cargos me remito a lo que me dijo ese alto cargo del PP. Si le proponen darle cuerda juntos, lo harán. O no, que eso ya lo han aprendido de Rajoy. En todo caso actuarán en función de lo que pueda luego aprobar o censurar la prensa.
Un partido no depende del éxito o fracaso cosechados en un día y el PP puede presumir de tener expertos dedicados a sus materias en las comunidades donde gobierna, sobre todo en Hacienda, en Economía y en Educación, mientras no molesten desde la sede central. Es un partido que mamó la Transición pero que, desmemoriado, está a punto de entrar en un club que lo aniquilará invitándole a la última copa. Todo por no querer estar en la resistencia, papel que ha asumido Vox, el partido impopular, y ha aprovechado el PP.
En entrevista con Federico Jiménez Losantos horas después del desengaño, Abascal aseguró que lo conseguido tras varios sainetes en Andalucía, Madrid y Murcia no correría peligro: “No vamos a romper nada, no vamos a generar incertidumbre, no vamos a hacer piruetas”. Eso también lo evaluó la agencia de colocación del PP antes del show, lo que añade algo más de vileza contra ese antiguo empleado que se atrevió a abrir sucursal fuera de franquicia.
El Partido de la Prensa al fin puede leer las crónicas políticas con gesto relajado. El PP es Portada Popular y la exhibe en la sala de trofeos, que había criado mucho polvo. Iglesias le llama canovista, Lastra le aplaude la valentía del ataque como defensa pero ya pasará. Fin de la historia. No hay más.