Vivimos, gracias a Pedro Sánchez, un proceso de involución de la democracia cuyo centro es el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias. Pocos quieren entender que el socialismo no suaviza ni mitiga al comunismo. Más bien sucede al contrario: el comunismo lo diluye todo en su favor y el socialismo se deja hacer, que en esto no hay eximente por desconocimiento sino una larga tradición histórica de ceguera voluntaria, el origen de todo.
Lo que está sucediendo en España al unirse en el tiempo dos desgracias, la pandemia y el comunismo, es de extraordinaria gravedad y ya puede decirse sin exagerar que, además de las vidas que se ha llevado el virus, las instituciones están en serio riesgo. Un mero repaso, incluso dejando a un lado el desastre económico y el feroz intervencionismo, así lo atestigua.
En la Guardia Civil el desgaste ha sido mayúsculo desde que el Jefe del Estado Mayor José Manuel Santiago dijera en público que una de sus misiones era "minimizar el clima contrario a la gestión del Gobierno". No fue un escándalo aislado. El coronel jefe de la Comandancia de Madrid, Diego Pérez de los Cobos, fue fulminado por el ministro Marlaska por el informe sobre la manifestación del 8-M que afecta al Delegado del Gobierno en la capital, José Manuel Franco. Tras ello, como reacción, se produjo la dimisión del Director Adjunto Operativo (DAO), el general Laurentino Ceña. Y poco después, Interior apartó al teniente general Fernando Santafé, jefe del Mando de Operaciones, por negarse a facilitar informes judicializados sobre el 8-M. Marlaska lo explica todo como un "reajuste" operativo –como si eso fuera bueno– y el Gobierno tiene la caradura de anunciar, en medio de la tormenta, un aumento salarial para la Guardia Civil; en otras palabras, un intento de soborno en toda regla.
En la Justicia, el acoso a la juez Carmen Rodríguez-Medel por el mismo pecado original del 8-M es tan alarmante como intolerable. La artillería gubernamental se emplea a fondo a través de Rosa María Seoane, Abogada General del Estado, que también se encarga de debilitar los informes de la Guardia Civil. Sea por este caso o por el del golpe de Estado del 1-O, ha quedado claro lo que significa para la izquierda la Abogacía General.
En las Fuerzas Armadas, Margarita Robles tuvo que llamar la atención a Iglesias por inmiscuirse en competencias ajenas al criticar un programa de gasto en materia de seguridad de tropas. No, Iglesias no es antimilitarista. Lo que detesta es un ejército en una democracia. Por eso, en abril, lamentó que el Rey apareciera con uniforme militar pese a su afición íntima por el verde oliva bolivariano, norcoreano, chino o iraní.
En el CNI, por si fuera poco, dicen que un error de bulto dejó al descubierto el nombre del director de Inteligencia, cargo que jamás se da a conocer por razones obvias de seguridad nacional. Error o no, la relación de Pablo Iglesias –blindado en la comisión del CNI– con los datos sensibles es de sobra conocida y todavía ha de dejar interesantes episodios a cuenta del teléfono móvil de su ex asesora Dina Bousselham en el marco del proceloso "caso Villarejo".
Y la Monarquía, pieza a abatir preferida por Podemos, tampoco se ha librado de la "desescalada" democrática puesta en marcha por el gobierno Iglesias-Sánchez. El último de los innumerables desplantes lo ha protagonizado Irene Montero, compañera sentimental del vicepresidente Iglesias y ministra de Igualdad, exhibiendo una pulsera con la bandera de la II República en una entrevista televisada que lo tenía todo de oficial porque usó como fondo la bandera de España de rigor. Hizo lo posible gestualmente por mostrar de forma pueril su pulserita y, para algunos, la cosa quedó en mera travesura.
Pero con Irene Montero, mal que nos pese, sucede lo mismo que con su novio: es ministra, ya no es la vocinglera adolescente de tienda de campaña, y una provocación así no debe quedar impune. No debe, pero quedará, claro. Porque no faltan políticos que renuncian a tomarse en serio lo que supone que Podemos haya llegado al poder. Ahí queda la afrenta institucional y el derecho indiscutido de la izquierda a usar los símbolos a su antojo y a azuzar el guerracivilismo desde un ministerio del Reino de España. La guinda la puso el propio Iglesias al acusar a Vox, en la "Comisión de Reconstrucción" de querer dar un golpe de Estado y no atreverse, cosa que a él, por supuesto, no le sucede.
Esta inestabilidad a punto de la explosión es la tormenta perfecta que necesita el comunismo para arraigar, tal y como reconoció con enorme acierto y conocimiento histórico el propio Iglesias en 2013 en la presentación del libro Maquiavelo frente a la gran pantalla:
"Yo no creo que en circunstancias normales, ordinarias, la izquierda se vaya a comer una mierda electoralmente. La gente normal vota al partido popular o al partido socialista".
No creerle es una enorme irresponsabilidad. Ese Iglesias publica ahora sus ideas en el BOE y son de obligada observancia para todos los españoles. Algunos creyeron que jamás llegaría ese momento y, aún hoy, actúan como si todo fuera una tertulia barata.
El PP, obligado a despertar
La nueva política posterior al bipartidismo fue propiciada artificialmente en torno a la corrupción del PP. Porque nunca hay que olvidar que fue una sentencia aberrante –la del caso Gürtel– lo que desencadenó la moción de censura que nos ha traído hasta aquí con el apoyo de los peores partidos imaginables. Que el PSOE fuera corrupto hasta la médula y por miles de millones de euros se ha sobrellevado como una característica más de ese partido. Era un hecho público, conocido, documentado y alguna vez sentenciado pero, por lo visto, compatible con la calidad democrática. Pero si el PP se inicia en el trinque –a años luz de las cuantías y fechorías socialistas– había que parar en seco, cambiar el modelo y hasta el régimen. Y el PP compró sin discusión esa mercancía.
Esa nueva política de pequeños bloques –procedentes del bipartidismo muerto– ha traído consigo buenas intenciones y algún acierto pero mucha inexperiencia y demasiada ingenuidad a favor de la izquierda. Nos han intentado colar que la famosa regeneración era justificar cada euro, aclarar si se tiene un coche de segunda mano sin seguro o si se esconde un curso de cartón piedra con apariencia de máster. Y mientras se discutía sobre usos y costumbres regenerativas nos íbamos quedando, todos muy honestos, sin democracia. Los políticos dejaron de ser oficialmente corruptos para hacerse escandalosamente inútiles, peligrosos o ambas cosas. En todos los partidos, pero siempre a favor de la izquierda.
El PP se aplaude sus discursos con censura, con tramoyas. A veces pretenden que se tema más a Vox, que no está en el poder –y que donde lo facilita no da problemas– que al comunismo que gobierna. Más a la posibilidad que al hecho. Y al escandalizarse del panorama se preguntan qué tiene pasar como si no hubiera pasado ya y, a la vez, buscan la manera de no parecer radicales ante el peor de los radicalismos que se nos ha presentado en cuarenta años. Esto no es un juego, ya no. El que quiera dedicarse a la política tiene que venir leído y remangado de casa porque ya no importa lo que opinen de él las encuestas o las tertulias. Está en juego la supervivencia del sistema democrático.
Sostienen en Génova 13 que Cayetana Álvarez de Toledo desvió la atención sobre Marlaska y los escándalos en la Guardia Civil al encararse con Iglesias, como si el problema verdadero no fuera Iglesias. Pretenden cobrarse piezas pequeñas –que deben caer también– porque intuyen que la caza mayor esta prohibida, porque no pueden, porque no llegan, porque no se atreven. La aplaudieron a rabiar, sí. Hasta hubo un diputado popular que hizo ademán de levantarse de emoción. Aplaudieron... pero se explicaron después en los pasillos. Es letal que un secretario general y una portavoz parlamentaria de un partido "renovado" sean como el agua y el aceite, que no se hablen, que apenas se saluden. Teodoro García Egea podría hacer una magnífica labor en el principal partido de la oposición si entendiera que la consolidación parlamentaria de Cayetana sería automáticamente la de Pablo Casado. El mejor equipo siempre favorece al líder si no tiene miedo a su liderazgo.
En el PP y en muchos lugares comunes del periodismo español siguen pensando en el Pablo Iglesias universitario y revoltoso al que se puede despachar con un par de tuits para centrarse en otros, como Marlaska, al que siempre empiezan atacando con elogios: aquel azote de la ETA –cosa que ya hay que revisar también–, con lo bueno que era… y mientras glosan la crítica, la pieza principal se les vuelve a escapar. Pablo Iglesias es comunista y es vicepresidente del Gobierno. Aunque aparezca como segundo, no queda duda de quién es. En todo caso, ¿qué representaban Alfonso Guerra, Rodrigo Rato, Álvarez Cascos, Arenas, Rajoy, Fernández de la Vega, Solbes, Soraya Sáenz de Santamaría?… ¿No eran a piezas a cobrar?, ¿no eran la clave para criticar al Gobierno?
Iglesias no es el chaval de la Complu que decía aparentes sandeces amenazantes en tertulias. Es vicepresidente del Gobierno y es comunista y está ejerciendo. ¿Hablar de él, cantarle las verdades a la cara es desviar la atención? ¿Desconocen que Iglesias es un superior del ministro Marlaska? A estas alturas, hay que criticar el crimen institucional de la izquierda pero también el insistente error de diagnóstico de la derecha que pretende nadar en aguas tranquilas.
Hay pocas salidas. Una moción de censura es inviable dada la aritmética que salió de las urnas de 2019. Un gobierno de concentración o cualquier otro modelo similar sólo dependerían de la voluntad política de Pedro Sánchez, rehén de demasiados golpes y, sobre todo, de Iglesias. Quizá podríamos soñar con un procesamiento masivo motivado por una avalancha de querellas, pero ya hemos visto lo que le pasa a la Justicia o a la Guardia Civil cuando hacen lo que se espera que hagan. Sólo quedan, por enésima vez, las urnas. Y después reconocer con sinceridad si somos un país por el que merezca la pena luchar.
Han muerto puede que más de 40.000 personas por una pandemia mundial calamitosamente gestionada en España por Iglesias y Sánchez. Esa es la gran tragedia, porque los muertos no vuelven. Pero nuestro país empezó a ser otro desde que llegaron al poder, de la mano de un golpe de Estado en Cataluña. Hay que empezar a entender algo sencillo: Pablo Iglesias es comunista de verdad y es vicepresidente del Gobierno.