En la mayoría de litigios penales e incluso en los conflictos civiles entre aseguradoras y asegurados se dirime si ante determinado hecho hubo culpa o dolo. La diferencia esencial es que en el dolo siempre existe mala fe, un concepto jurídico que se refiere a la intencionalidad, a la premeditación para alcanzar un determinado fin conociendo que supone un daño o perjuicio para alguien. Cualquier jurista me rebatirá el argumento matizando que el dolo busca ese daño como fin. Pero no me podrá discutir que en la actuación del Gobierno de Iglesias y Sánchez en la crisis del coronavirus ha habido engaño, fraude y la voluntad deliberada de incumplir una obligación, rasgos también del dolo, de la mala fe.
El Gobierno conocía, con suficiente tiempo de reacción, el daño que podría ocasionar la celebración de las manifestaciones del 8 de marzo. A efectos legales, da igual que esas manifestaciones fueran por el feminismo restrictivo, por el cambio climático o por el final inesperado de una serie de Netflix. Se conocían los efectos de una concentración en medio de una epidemia y, deliberadamente, no sólo se autorizó sino que se jaleó pública y oficialmente desde el Gobierno. Más que nunca.
Es verdad que, a efectos legales, no importa el motivo de la manifestación pero resulta que el Gobierno tenía que ajustar una nueva Ley, la de Libertad Sexual –desastrosa en su formulación y discriminatoria en su articulado–, a una demanda aunque fuera de forma artificial y a toro pasado, a sabiendas del daño. El 8-M pretendía ser y fue un acto electoral de reafirmación del actual Gobierno, tanto de Pablo Iglesias como de Pedro Sánchez, con esa Ley aberrante como banda sonora. Ese día habían fallecido 17 personas por coronavirus en España. El mes de marzo se cerró con 8.189 muertos, el triple de lo reconocido oficialmente en China.
Un vistazo a la cronología publicada en Libertad Digital demuestra que se ocultaron recomendaciones internacionales que se conocían en enero, que ya eran muy serias en febrero y que se convirtieron en apremiantes a comienzos de marzo. Ninguna afectó a la celebración de los actos por toda España con motivo del 8-M.
Sin embargo, hubo algunas que sí se aplicaron. Por ejemplo, el día 3 quedaron anulados todos los congresos médicos. "No podemos permitirnos una merma de profesionales", justificó el ministro de Sanidad, Salvador Illa. ¿Por qué? ¿Era peligroso –¡el 3 de marzo!– que se congregaran, por riesgo de contagios, personas que iban a ser útiles porque se sabía a ciencia cierta que iban a ser útiles? Quizá los asistentes a las manifestaciones del 8-M –donde es de suponer que podrían asistir esos mismos médicos que se quedaron sin congresos– deberían hacerse la pregunta de si fueron carne de cañón de forma voluntaria, con consentimiento informado… o si también fueron, como todos, víctimas de engaño.
La arbitrariedad en la aplicación de las alarmas corrobora la mala fe. Los avisos se cursaban y daba tiempo a reaccionar para evitar un mal mayor en la irremediable llegada de la pandemia. Y no se hizo.
No hubo desconocimiento ni posible falta de previsión. No importa ni la imprudencia porque hay culpas que pueden ser inconscientes y casi es lo de menos que, además, hubiera mala gestión. Los actos del 12 de octubre jamás se habrían consentido, como debería ser, pero se alentaron los del 8 de marzo a sabiendas de que podrían ocasionar serios daños.
La mala fe del Gobierno no afecta solo a España. Nuestro país, lejos de ser un dique de contención pudo convertirse –desconozco si existe ese dato contrastado– en un multiplicador, un caldo de cultivo del virus, porque hasta el 14 de marzo no se declaró el estado de alarma habiendo datos apremiantes encima de la mesa. ¿China culpable? España también. Y si de algo sirvieran las instituciones europeas contrastarían sus avisos con los acontecimientos sucedidos en España y abrirían un proceso contra nuestro gobierno, el mismo gobierno del golpe en Cataluña.
Hubo daños irreparables en las vidas y en los negocios, en nuestra economía. Porque hay tragedias inmediatas e irreversibles como la muerte pero también otras más lentas que pueden empezar con el cierre de una tienda que mantiene a toda una familia. Hay un daño convertido en gasto económico público por no prever los abastecimientos en los hospitales. Y a los estragos se une después la contrastada inutilidad gestora si es que no hubo ahí también otros delitos agravantes, por ejemplo, en la compra de "gangas", como dijo la ministra de Exteriores, González Laya, para disculpar a su colega Illa y al experto Simón.
Por si todo lo anterior fuera poco, la manipulación de las cifras de fallecidos añade aún más gravedad. Los medios de comunicación –al menos este– hemos tratado de ofrecer información de servicio público siguiendo los datos oficiales sobre contagiados y fallecidos. Ha sido imposible. Y el tiempo ha demostrado que tampoco en esto hay negligencia sino intencionalidad y una arraigada costumbre por la ocultación. La responsabilidad del Gobierno es del todo ineludible.
Nada de esto quiere decir que el coronavirus llegara a España por culpa del Gobierno o que sin la mala fe demostrada no hubiéramos lamentado muertes. Hay un punto en el que nadie es capaz de advertir una situación determinada, pero no cabe duda alguna de que, con buena fe, las muertes habrían sido muchas menos y los daños posteriores también. Tampoco significa que los actos del 8-M tengan que ser la causa mayoritaria de las muertes y contagios pero mantendría mi tesis en el hipotético e improbable caso de que se pudiera demostrar que apenas tuvo efectos. La gravedad estriba en que se ocultaron alarmas muy serias sobre riesgo en vidas humanas para celebrar un acto público de reafirmación política.
Echar a un presidente negligente, inepto o incapaz de gestionar una crisis es lógico, pero si ese presidente y su gobierno además han tenido mala fe al ocultar datos de forma sistemática, lo que se hace necesario es que paguen por ello en los tribunales.
Sin la iniciativa de Vox ante el golpe de la Generalidad del 1 de octubre no habríamos tenido un proceso judicial, aunque sirviera de poco y se celebrara el juicio con el golpe en marcha, como aún lo está. Pero se llevó a los tribunales y de ahí siempre surgen derivadas interesantes.
Creo que el PP debería emplearse a fondo precisamente en esa tarea contra el Gobierno por su gestión en la crisis de la pandemia. Si salen con que el deber del político es hacer política, entonces que no nombren a tanto juez ni compongan tanto Consejo ni acomoden tanto Tribunal. A veces judicializar la política es la única salida. En caso de duda que piensen en las asociaciones civiles de afectados, en los particulares o en los sindicatos policiales, médicos y de funcionarios que ya han tomado la iniciativa. ¿No es al ciudadano al que dicen servir los políticos? Pues no pueden estar más acompañados. Y si, todavía así, titubean que imaginen dónde estaría hoy un gobierno del PP con la décima parte de lo sucedido.
Desde luego, en el Congreso nadie apoyará algo similar a lo que se pergeñó al artificial amparo de la sentencia del caso Gürtel. Y si la excusa disuasoria final es que la Fiscalía General es Sánchez –como él mismo dijo– o, peor aún, Dolores Delgado, y lamentan que eso convierta en inútil cualquier iniciativa judicial, que se apliquen el adagio de que la única batalla perdida es la que no se libra. Sólo con discursos parlamentarios, por brillantes que sean, no estaremos a salvo. Hay un cambio de régimen y no están invitados.
Decir "viva el 8 de marzo" con 27.000 muertos oficiales –más de 40.000 según los registros– y con la demostración de que ocultaron informes es toda una deducción de testimonio que debe tener trámite judicial. La mala fe no tiene excusa y supongo que tampoco perdón.