El show y el mercado de fichajes para las elecciones de invierno traslucen el miedo que muchos candidatos se tienen a sí mismos y a sus partidos. Tardará poco en llegar el olor de la Navidad y nuestros políticos confían en que lo apretado de las encuestas –algunas– permite mantener viva cualquier ilusión por ganar, que es lo único que importa. Quizá sea ese el problema de estas elecciones.
El PSOE de Sánchez ha fichado a Irene Lozano, que era el azote postizo del PSOE cuando militaba en UPyD, poco antes de hundir el partido por la coz a Sosa Wagner, que sólo se preguntó si cabría pactar con Ciudadanos. Susana Díaz bramó en San Telmo y salió en defensa de la unidad de España y de la Constitución, es decir, contra su jefe, aquel que ya no necesita enemigos, el mismo que atribuyó la Ley del Divorcio al PSOE, y no a la UCD, porque cuando se aprobó aquello él "tenía nueve años". No quiero ni pensar a quién achacará la caída del Imperio Romano, que le pillaría mucho más joven pero, por si acaso, que se prepare Berlusconi. Un político con tal incultura política pero, sobre todo, que esgrime tal excusa para cubrir su inepcia no debería plantearse llegar a presidente. Y sin embargo, ahí sigue el PSOE de Sánchez, que también fichó a Zaida Cantera, ex comandante del Ejército, como número seis por Madrid. Pero Pablo Iglesias reaccionó al alza fichando al Teniente General José Julio Rodríguez, ex jefe del Estado Mayor de la Defensa del PSOE de Zapatero y mano derecha de Carme Chacón. Normal que ingresara en la órbita de Zapatero el desertor, y lógico que se lo lleven ahora los militaristas de Podemos, asesores del comandante Chávez, devotos del comandante Castro y deseando vestir de verde oliva. Quizá alguien caiga en el engaño, que lo dudo, pero ante cualquier atisbo, léase a Cristina Losada y no confundamos la palabra "militar", que también fue apellido de ETA.
Tampoco nos dejemos equivocar con la reacción del Gobierno contra el general republicano, vendida como firme por ser las fechas que son. No ha sido tal: el castigo impuesto es simbólico y su pase de la reserva al retiro era exactamente lo que él había solicitado porque, además, es preceptivo. A lo que hay que estar atentos es a la vieja máxima: no hay nada más reservado que un general en activo y nada más activo que un general en la reserva, no digamos en el retiro. De lo que sí podemos extraer lección es, una vez más, del proceder de este gobierno: a toro pasado, sin riesgo, destituyendo al que iba a abandonar, siempre después del hecho consumado. Así en lo cotidiano como en Cataluña.
Además de los fichajes más o menos de postín, en esta precampaña que nos acecha también se lleva mucho el espectáculo televisivo. Pablo Motos, Jesús Calleja, Risto Mejide o Jordi Évole son como una interminable jornada de reflexión en la que –salvo alguna excepción que haya podido despertar el interés político de los jóvenes– se nos presenta la otra cara del candidato, la que menos debería importarnos. Dicen que es un formato habitual en los Estados Unidos, esa nación tan criticada en la que todos se sienten de allí, sean del color político que sean. No sé por qué no copiamos esto último. El caso es que la vicepresidenta baila tras semanas de ensayo y luego sube en globo –terminará escribiendo un libro o algo–, el candidato socialista escala riscos, el de Ciudadanos emula a Luis Moya a bordo de un coche de rally –¡Calleja, por Dios!–, el de Podemos hace running, o sea corre, con AR y luego se suelta la melenita pija o pelotea con Pedro Jota… al ping-pong… o al Pyongyang. Y allí, en los platós interiores o exteriores, triunfan o meten la pata, anotan cuotas de pantalla y presunta simpatía o juegan a las alegorías de que si uno escala, la otra sube; si fulano corre y pelotea, mengano corre tanto que se estrella.
¿Y en el PP? ¿Qué pasa en el PP? Pues que en el mercado de otoño para las elecciones de invierno Mariano ficha a Rajoy y le presenta como ese hombre que tras sacar a España de la crisis evitando a última hora el rescate europeo la salvará también del separatismo en el último segundo de la cuenta atrás, habiéndolo agotado todo: las vías, la legislatura y las paciencias. Su estrategia consiste en demostrar que lo que importa es el final, que cuando leemos una sentencia judicial de 200 páginas la primera que miramos es la última, allí donde aparece el ansiado o temido FALLO. Rajoy y Mariano creen que, en este momento, ese final coincide con una cita electoral y, bajo esa oportunidad creada por él mismo, podría ser capaz de actuar –o parecerlo– porque se acercan las urnas, como argumento para ganar unas elecciones, no porque lo crea necesario.
En cuanto al aspecto lúdico-electoral, en La Moncloa no ven normal que todo un presidente del Gobierno "conteste a las preguntas de dos hormigas", las de Pablo Motos. Yo tampoco. Como tampoco veo normal que responda a las preguntas grabadas –diferidas, preparadas, revisadas, seleccionadas, aleccionadas, comunicadas– de presuntos ciudadanos de a pie que se repiten –fallo de raccord cinematográfico, como cuando sale un reloj de pulsera en una película de romanos– en los campechanos paseos callejeros del presidente. Tienen el mismo valor las respuestas al casting de espontáneos del PP que las que podría haber dado el presidente a Trancas y Barrancas, por otro lado, como de costumbre.
En medio de este desolador panorama, Albert Rivera puede asentar definitivamente su figura política nacional este sábado en Cádiz, uniendo a La Pepa con la Constitución de 1978 y llevando lo mejor de cada una a 2016 sin complejo alguno. Si además de decirlo lo hace, si de verdad cree en ello, no importarán los fichajes ni los rallies ni los globos ni el ping-pong. Ahora mismo, sólo Ciudadanos se puede permitir una campaña presidencialista en la que además no haya que ocultar las siglas. También eso es costumbre americana y tampoco la copiamos.
Por todo lo anterior, yo prefiero distinguir entre los argumentos para ganar elecciones y los principios para gobernar España que no es ni por asomo lo mismo, por más que lo uno pueda llevar a lo otro.