Muchos españoles pensaban que los problemas políticos se debían al bipartidismo; esto es, a una escasez de partidos. Ahora ya tenemos muchos más partidos en liza. ¿Ha mejorado la política española? No parece. El problema era otro. No era que hubiera pocos partidos, sino que hay poco liderazgo en los grandes partidos.
La dispersión del voto en muchos partidos no ha permitido definir más pronto ni mejor el futuro de España. Más bien todo lo contrario. Ahora ese futuro es más oscuro e incierto que antes. No pretendo defender la situación que existía, que era mala, sino que me limito a constatar el hecho de que ahora no estamos mejor. En realidad no se conoce el caso de ningún país al que le haya ido bien la fragmentación parlamentaria. Que haya muchos grupos en el Congreso solo lo aguantan democracias como la de Israel, que resiste eso y mucho más. Pero por lo general las sociedades abiertas tienden a funcionar mejor cuando las preferencias de los ciudadanos se concentran en dos o pocos más partidos. Los casos del Reino Unido, Estados Unidos, Australia, Canadá o, con matices, Alemania son suficientemente ilustrativos.
Peor aún es la fragmentación política cuando uno de los partidos es de corte revolucionario, como lo son Podemos o los independentistas. Mientras los demás partidos se enredan en ver cómo se gobierna lo que hay, los revolucionarios tienen claro lo que quieren: mandar para suprimir lo que hay. Se produce entonces ese desbalance que se refleja en la sonrisa prepotente que últimamente exhibe Pablo Iglesias.
El bipartidismo no es en sí mismo ni bueno ni malo. Es el reflejo de algo positivo cuando se produce porque los principales partidos ejercen un liderazgo respetado y generador de entusiasmo entre los votantes. Y eso justamente es lo que falla. Ni Rajoy ni Sánchez atraen. No lideran, sino que maniobran. No tienen los valores y la visión para aglutinar, sino la astucia para aguantar.
No es liderazgo estar en el poder para seguir en el poder. Ni tampoco es liderazgo aspirar al poder para obtener el poder. El poder es un instrumento, no un fin en sí mismo. Y debe ser un instrumento subordinado al poder auténtico, el que cada persona tiene sobre sí mismo, sobre sus decisiones libres y sobre su propiedad.
Liderazgo en el PSOE, en estas circunstancias, sería darse cuenta de que la izquierda se puede entender con la derecha cuando la alternativa a ello es entenderse con los revolucionarios chavistas y con los independentistas que rompen la nación de ciudadanos libres e iguales.
Liderazgo en el PP, a estas alturas, sería dar por concluido el mandato de Mariano Rajoy y abrir paso, cuanto antes, a un congreso abierto que empiece una época nueva, recuperando los valores liberales que dieron a la España contemporánea sus mejores años.
Me temo que nada de eso vaya a ocurrir. Porque el problema de España no era que faltasen partidos, sino que faltan líderes.