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Iván Vélez

La Hispanidad del ultranacionalista Casado

"Es el hito más importante de la Humanidad. En mi opinión, sólo comparable, probablemente, a la romanización".

Dos días después del 12 de Octubre, Pablo Casado, presidente del PP, intervino en un mitin en Málaga que dio inicio a la precampaña de las elecciones andaluzas. Feudo municipal de su partido desde que Francisco de la Torre accediera a la alcaldía en el año 2000, la ciudad constituye un contrapeso a la socialista Sevilla y a la podemita Cádiz. Arropado por los suyos, Casado se refirió a la Hispanidad como "el hito más importante de la Humanidad". "En mi opinión, sólo comparable, probablemente, a la romanización. La Hispanidad es probablemente la etapa más brillante, no de España, sino del hombre, junto, insisto, el Imperio romano". Un día más tarde, un diario que se dice global, acaso sin reparar en que dicho vocablo sólo adquirió su verdadera dimensión después de que el español Elcano verificara la teoría de la esfera tras culminar su viaje, dio voz a una serie de historiadores bajo el siguiente titular:

La afirmación "ultranacionalista" y "exagerada" de Casado: "La hispanidad es el hito más importante del hombre".

Con lo que Patricia R. Blanco, redactora del artículo, calificó de "soflama" como excusa, José Álvarez Junco aludió a la confusión existente entre naciones y Estados, antes de concluir que España no es la nación más antigua de Europa. En relación a ese par de conceptos, el autor de Mater dolorosa habla de exageración y subjetividad, antes de preguntarse: "¿A qué se refiere Casado?", interrogante que deja en el aire, justo antes de precipitarse en su propia trampa, al adentrarse en cuestiones tan subjetivas como la felicidad. "Si se refiere a una etapa de máximo bienestar y felicidad, ¿quiere decir que los seres humanos nunca han vivido tan bien ni tan felices ni con tanta libertad como se vivía en la España del siglo XV?", se cuestiona el historiador ilerdense, incorporando a la intervención de Casado ideas que cree detectar bajo su discurso. Y es que en el manejo de esos términos –bienestar, felicidad– de perfiles tan borrosos como psicologistas es donde aparecen las flaquezas de una corriente historiográfica que envuelve a la nación en un halo sentimental. Una nación tardía, según la definición de José Luis Villacañas, cuya defensa parece llevar incorporada la semilla del conflicto, tal y como advierte Santos Juliá, cuando tacha de "ultranacionalista" el discurso de Casado, antes de anunciar un apocalíptico final para aquellas sociedades que se dejen arrastrar por esa retórica. A las violentas pruebas de la Europa del siglo XX, se remite don Santos.

Prestos a denunciar sus imperfecciones, que el ultranacionalismo patrio trataría burdamente de encubrir, muchos son los historiadores que se duelen del retraso con el que la modernidad habría traspasado los Pirineos. Todos aquellos que consideran que la nación española es un artificio superpuesto a unos indiscutibles Estados, cuya unión sólo es concebible por la vía federal. Sin embargo, la cristalización y supervivencia de la nación política española, sometida a tantos vaivenes durante el siglo XIX, exige una explicación. Por decirlo de otro modo, la Constitución de 1812, redactada sobre el trasfondo de las acciones y discursos ligados a las juntas nacionales, tan semejantes entre sí, no se apoya en un vacío político. Antes al contrario, España, delimitada territorialmente por unas antiguas y estables fronteras que Álvarez Junco reconoce, constituyó una nación histórica plenamente reconocible. ¿A qué otra cosa sino a una realidad concreta pudo referirse Cervantes al hablar de don Quijote como "espejo de la nación española"?, ¿qué pudo inspirar a Cortés el nombre de Nueva España?, ¿cómo explicar que Maquiavelo hable constantemente de España y los españoles?, ¿en nombre de quién respondió Quevedo cuando escribió su España defendida? Las respuestas a estas preguntas conducen a esa España, reconocida por otras sociedades de su condición, que deshace la confusión entre Estado y Nación, nacida de la identificación, reduccionista y biunívoca, que algunos establecen entre nación política y Estado.

El artículo, más allá de tan interesante materia de discusión, ofrece otros contenidos dignos de atención. Destaca poderosamente la conexión que se establece entre las manifestaciones de Pablo Casado, que acaso sea ese el fin último de la pieza periodística, con el "mantra" de Mariano Rajoy, quien con frecuencia afirmó que "España es la nación más vieja de Europa". Al cabo, Rajoy, designado deícticamente por Aznar como su sucesor dentro de un partido fundado por Fraga, abre una más que tentadora posibilidad de invocar a ese Francoland, hábitatde las derechas, las extremas derechas y las extremas extremas derechas españolas, ultranacionalistas todas. Este atavismo, que corre paralelo a intereses puramente partidistas, habría movido a Casado a hablar de ese modo. Sin embargo, más allá de las pugnas ideológicas, propias del debate por el poder en el que tan importante papel desempeña la prensa, conviene reparar en la literalidad de lo dicho dos días después de que las principales figuras populares en Cataluña –Dolors Montserrat, García Albiol, y el españolazo Alejandro Fernández– participaran en la gran movilización de Barcelona. Casado habló de Humanidad, de España y de Imperio, ideas de gran carga filosófica, pero también usó el vocablo etapa, que establece distancias con la idea de la España eterna. Una omisión, la de Europa, que también le aleja del influjo orteguiano, tan presente en la partitocracia española, que aceptó las tesis de don José, el mismo que echaba en falta más dosis germánica en los godos ebrios de romanismo que dejaron una impronta desvertebradora sobre nuestro suelo.

La perspectiva de Casado, que no aludió a la Iglesia católica, tiene a la Humanidad como referencia última, y es evidente que en el proceso que condujo a la configuración de tal idea, no exenta de metafísica, el Imperio español fue determinarte, al incorporar tierras y hombres a unas estructuras de horizontes planetarios. Acierta también el popular al relacionar Hispanidad con romanización, pues el Imperio español fue deudor del modelo romano. Si los hijos de Rómulo y Remo integraron en sus instituciones a vacceos o a arévacos, los de don Pelayo hicieron lo propio con cholultecas y con quiches. No faltan, por lo tanto, razones para contemplar el proceso que condujo a la Hispanidad como un hito histórico en el cual intervinieron poderosos componentes políticos y religiosos. Las conclusiones salidas de la Controversia de Valladolid, en el ecuador del siglo XVI, son un nítido precedente de los Derechos Humanos, nacidos a la sombra de las nubes hongo, que provocaron la reacción de una Iglesia que comprobó hasta qué punto la perspectiva de Dios había sido invertida para que el hombre la ocupara.

En definitiva, Casado se sitúa en una posición puramente humanista, diferente a la defendida por católicos como Zacarías de Vizcarra o Ramiro de Maeztu, quien, superadas sus veleidades anarquistas juveniles, entendió la Hispanidad como la conjunción entre el catolicismo y una monarquía dedicada a ejercer de árbitro de las naciones surgidas del Imperio español. Lejos de esa opción, la afirmación de Casado –"el hito más importante de la Humanidad"– recuerda, contraria sunt circa eadem, a lo escrito por Francisco López de Gómara, en su Historia General de las Indias (1552):

La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Nuevo Mundo.

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