A principios de 1987, es decir, hace casi 35 años, Gustavo Bueno publicó en La Nueva España un artículo titulado "Contra el bable pasterizado y el queso normalizado. ‘Que vivan los cien bables y maduren los cien quesos’". Por entonces, habían pasado tres lustros desde la entrada en vigor del Estatuto de Autonomía para Asturias, que mutó a Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias en 1999. En su escrito, Bueno defendía la extraordinaria variedad de hablas, los bables, en plural, que todavía sobrevivían en una Asturias que a las condiciones de aislamiento propiciadas por su orografía unía la histórica audacia de sus habitantes, siempre dispuestos a hacer la maleta para buscarse la vida más allá de las montañas, cruzando incluso el charco, y regresar, acompañados de la obligada palmera, convertidos en benefactores de su patria. Ni que decir tiene que aquellas aventuras indianas solo pudieron ser posibles gracias a que quienes dejaban atrás la aldea manejaban el idioma de Cervantes que les permitió labrarse un futuro en América.
Como es sabido, las tesis de Bueno en relación a esas hablas eran compartidas por el prestigioso filólogo, hoy blanco de las críticas del mundo asturchale, Emilio Alarcos, y ello por la sencilla razón de que, si de lo que se trataba era de proteger tan rico patrimonio lingüístico, nada mejor que huir de la siempre empobrecedora homogeneización. Naturalmente, los desvelos de ambos carecían por completo de ingenuidad, pues a aquellas alturas el proyecto de construcción de la así llamada llingua ya estaba en marcha. El bable pasterizado, en definitiva, comenzaba a elaborarse en laboratorios que se miraban en los espejos vascongado y catalán, regiones en las cuales –Arturo Campión ya lo denunció hace más de un siglo– se terminó con las modalidades lingüísticas más exóticas para dar paso a un idioma homogéneo ajustado a los convenientes quicios territoriales y políticos. La estrategia es conocida: se trataba de buscar los vocablos más exóticos con el único fin de alejarse del español, idioma que desde las filas aldeanosecesionistas es llamado "castellano" con el absurdo propósito de confinarlo regionalmente y equipararlo al catalán, al gallego, al llionés o a ese cúmulo de faltas de ortografía que algunos llaman andalú.
Ya entonces, a finales de los ochenta, a los argumentos contrarios a la indeseada pasterización de los bables, Bueno unió un desenlace que hoy es plenamente visible: la creciente presencia del idioma inglés en los colegios en detrimento de la lengua española, hoy prácticamente erradicada de muchas de las aulas de nuestra nación. Inglés y lengua vernácula, tal es el par soñado por las sectas secesionistas, sabedoras del insalvable obstáculo que para sus propósitos constituye la lengua común de los españoles. El debate, y tanto Alarcos como Bueno eran plenamente conscientes de ello, no se limitaba a cuestiones relacionadas con la gramática, que también, tal y como demostró Nebrija en su día. La confección de lenguas regionales unificadas constituía una poderosa palanca con la que socavar la soberanía española y dar paso a un mosaico de pretendidas naciones apoyadas en señas de identidad a menudo tan artificiales como esas lenguas.
Lo que ha ocurrido en las últimas décadas es bien conocido. La toponimia ha sido sustituida por localísimos nombres, la rotulación en español ha recibido innumerables multas, las televisiones autonómicas siguen fomentando la ligazón con el terruño y en las aulas operan una suerte de comisarios políticos cuyo puesto de trabajo se blinda contra competidores extraños, aunque esos extraños vivan a escasos kilómetros de las realidades nacionales sancionadas en los estatutos autonómicos.
Asturias, "España" frente a la "tierra conquistada", según reza un para muchos incomodísimo lema, se suma ahora al mentado blindaje, por más que los voceros del asturianu o llingua, que ya acarician con los dedos la oficialidá, aseguren que la implantación del idioma pasterizado será amable. Todo el mundo sabe que eso es falso y que tras las lágrimas derramadas por el patrimonio lingüístico, se esconde, así lo hemos sabido gracias a un desliz de uno de sus propagandistas, Inaciu Galán, un jugoso negocio de, al menos, ocho millones de euros.
Después de que la entrada de España en Europa desindustrializara Asturias, con una tasa de natalidad bajísima, el Principado se adentra ahora en la senda de un ensimismamiento que trocará la fantasiosa figura del asturiano celta por la del cosmopaleto feliz de vivir en el Paraíso natural.