Una vez más Sebastián, con su lenguaje llano y directo, ha sabido poner en valor la gran tradición cristiana de nuestras tierras, para convertirla en una lumbrera de esperanza, pero también en un instrumento de juicio de la crisis que atraviesa nuestra sociedad. Una crisis que se resume en estas palabras del arzobispo navarro: "un mundo sin Dios, un mundo sin ley moral, es un mundo desconcertado y retrógrado, y termina siendo un mundo cruel y salvaje, en el que se profana el amor y se justifica la matanza de miles de inocentes". Este es, sin duda, el drama del humanismo ateo, un drama que han visto los mejores artistas y filósofos de nuestra época, incluso muchos que han rechazado violentamente al cristianismo.
Por el contrario, Rodríguez Zapatero, nuestro alegre trovador de los "nuevos derechos de ciudadanía", se ufana del rumbo luminoso de esta sociedad impermeable, en un largo coloquio con el filósofo laicista Flores d’Arcais, publicado por la revista italiana Micromega. Por cierto, esa tribuna la visitó en su día Joseph Ratzinger, y resultó un hueso más duro de roer que un complaciente Zapatero, saludado como el gran gurú del radicalismo cultural, que se ha atrevido a traducirlo en su agenda política para sorpresa de propios y extraños. El Jefe del Gobierno español insiste en que la religión pertenece estrictamente a la esfera privada de los individuos y no puede pretender influir en el ámbito de la convivencia civil. Pero lo más sorprendente a lo largo del coloquio es su nula preocupación por la sustancia de las cosas, por los problemas reales de una sociedad en crisis, a los que no se refiere ni una sola vez. Sólo parece importarle la extensión de nuevos derechos individuales, un catálogo en el que incluye el divorcio exprés, la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual, y la igualdad de género. Reconoce que el asunto de la eutanasia no está maduro porque todavía suscita una dura controversia social, pero evidentemente no hace ascos a su futura inclusión.
Repito que lo más llamativo es, por una parte, el aire de irrealidad de todo su discurso, que parece una pompa de jabón. Por otra, la soberbia de sus pretensiones de cambiar el rostro de la sociedad a través del poder político: esa sería, a su juicio, la seña distintiva de la izquierda. Una vez más habría que recomendar a Zapatero la lectura de un laico de izquierdas como Jürgen Habermas, que en este caso sí mira la realidad que tiene delante, y comprende la profunda crisis de sentido (y en consecuencia, también crisis moral) de la sociedad europea. Por eso en su famoso discurso a los libreros de Frankfurt, Habermas reivindicó el derecho y la conveniencia de que las religiones ofrecieran su aportación en el ámbito público. Zapatero no lo escuchó.
Volvamos al castillo de Javier, donde el Arzobispo Sebastián pedía a los jóvenes que sacudieran su pereza y su comodidad, que dieran un paso al frente como aquel joven navarro al que le consumía el ansia de evangelizar. Siguiendo a Jesús, les dijo, seremos capaces de construir una sociedad que sepa ser moderna sin traicionarse a sí misma, una sociedad en la que el amor entre hombre y mujer sea fundamento de familias estables en las que se acoja con amor la nueva vida, una sociedad libre de atentados y amenazas, sin políticas ilusorias que pretendan construir la arcadia feliz al margen de la ley de Dios.