No fue hasta 1979, con uno de los primeros congresos del Partido Socialista de la Transición, que los ecos de Godesberg llegaron a España. Pese a que no han pasado tantos años, en un homenaje laico a la personalidad del nuevo gurú de la izquierda progresista del mundo unido, el presidente del Gobierno, señor Zapatero –icono de la progresía universal–, el Partido Socialista se ha echado de nuevo al monte de la ideología e inaugura un post-socialismo de diferencia, de división y de confrontación, de revolución, mal que le pese a Rosa Luxemburgo y su "Reforma o Revolución". No nos engañemos, en el fin de semana del orgullo gay, en Madrid, durante el congreso socialista, lo que han hecho es dar un paso más hacia esa nueva forma de revolución social que son las postideologías igualitarias, de género, y contra la vida.
Atrás quedaron los años de la moderación, del consenso, del diálogo. Hoy lo que se lleva es señalar con la cruz del dogmatismo a quienes no piensan en lo políticamente correcto de las políticas sociales gubernamentales. El Partido Socialista se está radicalizando en sus bases porque, no lo debemos olvidar, sus intelectuales llevan radicalizados desde que perdieran la Guerra Civil española. El socialismo español ha vuelto atrás; ha comenzado un desaforado viaje en el tiempo hacia atrás –ahí están lo retro– en pos de una nueva legitimación de las tres grandes cuestiones que se habían acordado en la Transición política: la forma de gobierno, monarquía o república; la articulación territorial de España y la cuestión religiosa.
¿Por qué está la cuestión religiosa acompasada por la desvertebración de España? Porque socialmente son dos ámbitos en los que es muy fácil utilizar la estrategia del gota a gota, porque tienen suficientes fuerzas políticas –en el amplio sentido de la palabra– y bastantes medios de comunicación que les hagan la campaña a los ideólogos de la desintegración de la persona y de la sociedad; y porque todo lo que huela a franquismo –y la unidad nacional, según ellos, huele, y la Iglesia católica, según ellos, también– es presa fácil del derribo en el imaginario social. No están desencaminados si consideran que la unidad de España y la religión son dos variables que no caminan tan alejadas como parece. Si hablamos de España, y de su unidad como valor moral, nos estamos refiriendo a un período de la historia y a una serie de acontecimientos en nuestra historia que nos han permitido ser lo que somos y hacer lo que hacemos, ser España y ser españoles.
Zapatero ha dado el pistoletazo de salida al curso que se avecina, que tendrá el verano como tiempo muerto, en el que nos encontraremos con una dura batalla en pos de la dignidad de la persona, que, al fin y al cabo, de eso se trata. Los efectos de lo iniciado el pasado fin de semana serán múltiples. Uno, no desdeñable, es el síntoma de adormecimiento y de sopor en el que vive la sociedad española. La impunidad con la que algunos ponen sobre la mesa los instrumentos para matar al embrión y al feto, para acabar con la vida de quienes no se encuentran en plenitud de facultades, es estremecedora. Todo un proceso de aniquilamiento, de muerte, que no está produciendo ni el más mínimo debate social serio.
Claro está que los medios con los que la razón pública cuenta para este caso son bien escasos. Y no digamos nada las posibles propuestas políticas alternativas. Aquí Zapatero ha cogido, una vez más, al PP con el pie cambiado. No esperemos del PP una defensa a ultranza de la verdad del hombre, de su libertad, de su responsabilidad, de forma íntegra. Si acaso se oponen a las medidas del PSOE será por cálculo estratégico en su política de no cabrear más a su electorado. Porque, según parece, la primera y principal política de contención del PP ahora es la de no molestar, en estos temas, a su electorado.
Por más que el socialismo se entregue a la nueva revolución de las postideologías, no conseguirá radicalizar a la Iglesia, como algunos pretenden, para poder lanzar sobre ellas las acusaciones infaustas de fundamentalismo. La Iglesia católica en España es experta en carreras de fondo, y sabe, como pocas instituciones –acaso también la monarquía, en otro sentido– que su viabilidad no radica en los programas radicales; su fuerza está en la seguridad de la propuesta cristiana, que siempre es alentadora, aleccionadora y una magnífica inversión para el futuro. Por más que Zapatero siembre las semillas de la muerte dulce y la muerte con arsénico sin compasión, non praevalebunt.