Fue el cristianismo quien distinguió por primera vez lo que las diversas culturas del mundo antiguo habían siempre reunido y confundido, el ámbito de la fe religiosa y la esfera de la política y sus leyes. Esta polaridad, esta tensión creativa entre dos ámbitos autónomos que sin embargo se reclaman mutuamente, ha marcado la genialidad de Occidente a lo largo de los siglos.
De hecho los cristianos eran tan conscientes del valor y la legitimidad de la autoridad del Estado, que las primeras comunidades no dejaron jamás de orar por el Emperador en la celebración litúrgica, incluso cuando sabían que éste era un soberano que les arrastraba injustamente hacia la muerte. Desde el primer momento, la Iglesia reconoció al Estado como un orden necesario para cuidar la convivencia y favorecer el bien común, pero jamás albergó la ilusión, y menos aún la pretensión, de que fueran los instrumentos del poder político los que aseguraran la transmisión, asimilación y vivencia de la fe.
Por otra parte, los cristianos fueron igualmente conscientes del límite intrínseco a la naturaleza del Estado, que no podía pretender ser la fuente de los valores, es decir, no podía definir el contenido de la conciencia de sus ciudadanos. De ahí la gran paradoja de que los primeros cristianos, tan respetuosos del poder imperial, aceptaran llegar incluso al martirio por no reconocer la pretensión divina del César. No se trataba de juzgar la justicia o la eficacia de las políticas imperiales en esta o aquella materia, sino de afirmar su radical incompetencia para definir qué es la vida y cómo debe ser vivida.
Así pues, en el mundo cristiano la fe no pretende imponerse a las leyes (salvo patologías históricas que han sido corregidas y sanadas en el seno de la propia comunidad cristiana), pero sí hace consciente a quien la vive del límite esencial al que debe estar siempre sometido el poder político. Y eso vale tanto para la época del Imperio Romano, como para nuestras democracias avanzadas del siglo XXI. Desde luego, la fe no puede dictar las leyes, pero sí despierta y purifica la razón que se hace cargo de la acción política.
En el ambiente caldeado del happening de "los nuevos rojos", Zapatero buscaba acaso un lema facilón para ganarse el aplauso de unas huestes poco ilustradas pero deseosas de carnaza ideológica, ahora que los lemas de la vieja izquierda han caído definitivamente en desuso. Lo que quizás no sabía es que de esa manera, profetizó sin saberlo, como la burra de Balaán. En el mundo católico español, a nadie se le ha pasado por la cabeza que la fe se deba imponer a las leyes, pero es sintomático que sea precisamente en el ambiente cultural educado por la tradición cristiana donde está surgiendo una resistencia cívica más activa a la tentación totalitaria que encarna el proyecto de Zapatero.
Si el presidente deseara salvaguardar la democracia, podría estar tranquilo, porque la experiencia cristiana es el antídoto más eficaz contra toda clase de teocracia. Pero si su pretensión es determinar desde el poder el tejido moral que sostiene la convivencia, encontrará en los cristianos un valladar. Pero no porque pretendan de ningún modo imponer su fe a los demás, sino por su conciencia del valor sagrado e irreducible de cada persona, que no puede ser maquetada a capricho por el poder, aunque sea democrático y goce de amplio apoyo social. Y así es como una chanza trivial de Zapatero ha permitido que asome uno de los debates más apasionantes para el futuro de nuestra civilización. ¿Quién nos lo iba a decir?