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EL ESTADO CONTRA LA PERSONA

Una subsidariedad inversa

El uso frecuente de términos, o si se quiere, el manoseo de determinados vocablos, de suyo cargados de contenido, no es garantía alguna de que su significado se mantenga en estado puro y que por tanto se apliquen con rigor a las situaciones que lo requieran. Junto al de solidaridad, del que podemos hablar en otra ocasión, el que hoy nos ocupa, y a juzgar por hechos y manifestaciones no sólo nos ocupa sino que nos preocupa, es el de subsidiariedad.

Quizá puedan preguntarse el por qué de la preocupación. Sin afán alguno de alarma, la inquietud deriva de, en unos casos, la ignorancia del valor terminológico y, en otros, la interpretación torticera y acomodaticia de su alcance según los intereses de sus protagonistas.
 
La Real Academia Española distingue, como no podría de ser de otro modo, entre la acción principal y la acción subsidiaria; siendo esta última la que suple o robustece a la anterior. En modo alguno es admisible, según esta acepción, que la acción o función subsidiaria desplace, orille o anule la acción principal, derivando de estas categorías los niveles de responsabilidad que en ambos planos corresponden a sus agentes.
 
Análogo concepto se deduce de la Doctrina Social de la Iglesia. Elocuente es el texto de S.S. Pío XI para quien, "... como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos"[1].
 
Cuarenta años antes de esta afirmación, el gran Papa León XIII, habría afirmado con rotundidad que: "No hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es anterior a ella y, consiguientemente, debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera con unidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo"[2]. Es, en esa centralidad del hombre, en su grandeza, en su racionalidad, en su libertad de elección y, con ella, en su responsabilidad, en la que se basa esa distribución asignativa entre función o responsabilidad principal y la que corresponde al orden subsidiario.
 
Sólo reconociendo esa supremacía de la persona singular sobre cualquier otra forma de organización o de agrupación, espontánea o no, es desde donde cabe afirmar de modo congruente, las parcelas que corresponden a la esfera privada de acción y aquellas que, en aplicación del principio de subsidiariedad corresponde ejercer al sector público; y lo que es más aún, hasta dónde pueden ejercerse estas últimas, tanto en extensión como en intensidad.
 
Estos principios, estaban también expresados con meridiana claridad en la doctrina económica, tanto en los autores liberales como en los que nunca merecerían este calificativo. Es el hecho de que los particulares no acometan unas tareas, útiles para todos y cada uno, lo que autoriza en Adam Smith a que intervenga el Estado en su consecución: "La tercera y última obligación del soberano o del Estado es la que se refiere a la erección y mantenimiento de aquellas instituciones públicas y de aquellas obras públicas que, pese a ser ventajosas en alto grado para toda la sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza, que el beneficio no puede en modo alguno compensar el gasto a cualquier individuo o reducido grupo de individuos, y por ello no puede esperarse que las erijan o mantengan..."[3].
 
También J. S. Mill considerará que el Estado deberá de acometer tareas importantes para el interés general "... no porque los sujetos privados no sean capaces de hacerlo, sino simplemente porque no lo hacen"[4]. Y si en vez de fijarnos en el Keynes de 1936, hurgamos en el de 1926, encontraremos una afirmación equivalente: "El Estado no debe de hacer las cosas que los individuos ya hacen, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que, por el momento, no se hacen"[5]. Una subsidiariedad que en todos los casos está contemplando al sujeto individual como el último responsable de su propio desarrollo personal, tanto en su vertiente económica como social, tanto en lo material como en lo inmaterial y espiritual, siendo el resto de instituciones y organizaciones, por vía de ascenso, las que vendrán a subvenir, a apoyar o a complementar, las carencias del responsable principal.
 
Este mismo concepto de subsidiariedad es el que se recoge en los textos jurídicos que rigen, desde el Tratado de Roma, la Unión Económica y Monetaria Europea. La Unión, puede verse en todos los pasajes que serían objeto de referencia, ejercerá sus funciones con carácter subsidiario a la responsabilidad principal que corresponde a cada Estado miembro. Y bien se han aprendido el principio cuando, celosos de sus propias competencias, los Estados, sólo a regañadientes e in extremis, acceden a renunciar y a transferir a la Unión algunas funciones de las muchas que venían ejerciendo.
 
Si esto es así, digamos que de forma generalizada, por qué los gobiernos de izquierda tienden, de manera irresistible, a aplicar lo que llamaríamos un principio de subsidiariedad inversa. Es decir, un principio en virtud del cual, el sujeto individual acude en auxilio del Estado cuando éste se muestra insuficiente o incapaz para cumplir la misión que él mismo se ha atribuido, en usurpación, las más de las veces, a su verdadero marco de competencia.
 
Ejemplos, más que suficientes, los encontramos sin necesidad de salir de nuestra España. El más reciente, esa amenaza que se cierne sobre la llamada enseñanza concertada de reducción de sus unidades docentes, cuando, el principio de subsidiariedad obligaría a, si existe necesidad de reducir la oferta educativa, reducir la parcela que en estos momentos ocupa la de titularidad pública, y no al contrario. Además, y a fin de salir al paso de alguna afirmación errónea, el Estado no educa; nunca he conocido ningún caso de Estado educador. Son los funcionarios los que educan; y éstos, con las mismas carencias, errores e insuficiencias que cualquier ser humano en el desempeño de su misión. Así que, no se atribuyan garantías en aquello que por naturaleza no las tiene.
 
El problema real reside en ese falso concepto de sociedad y más aún, en el vacío concepto de comunidad. Para la izquierda, el Estado se justifica en sí y para sí. El Estado de la izquierda carece de sociedad así como cualquier referencia a lo social está ausente del sujeto singular. Persona y comunidad son conceptos caducos y, como tales, llamados a silenciarse. Sólo el Estado es el actor, en ese escenario de relativa convivencia, y su abstracción exige la personalización a través del gobierno, quien acabará apropiándoselo. Ahí reside esa última aspiración de convertir el Estado y la Nación en una derivada próxima o lejana del partido. No hay límites aparentes en ese espíritu de apropiación.
 
Pero eso, nada tiene que ver con la pregonada subsidiariedad, antes al contrario, se identifica con su inversa.


[1] Pío XI, “Carta Encíclica <Quadragesimo Anno>” (15.05. 1931), núm. 79.
[2] León XIII, “Carta Encíclica <Rerum Novarum>”, (15. 05. 1891), núm. 6
[3] Adam Smith, "An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations", Libro V, parte III.
[4] J.S. Mill, "Principles of Political Economy". London; Longmans Green, 1926, pág. 978.
[5] J.M. Keynes, "The End of Laissez-Faire", en 'Laissez-Faire and Communism'. New York, New Republic Inc. 1926, pág. 67.
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