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LITURGIA JUEVES SANTO

Una Iglesia alternativa

La Iglesia confiesa desde antiguo que aquello que ora es lo que cree. No sé si el orden de los factores altera el producto, pero podríamos afirmar que aquello que cree es lo que ora.

La Iglesia confiesa desde antiguo que aquello que ora es lo que cree. No sé si el orden de los factores altera el producto, pero podríamos afirmar que aquello que cree es lo que ora.

En no pocas ocasiones –y no hace falta haber leído a Gramsci– se ha escrito y se ha dicho que si alguien quisiera cambiar a la Iglesia por dentro -la mentalidad de los cristianos, su forma de pensar, de hacer el pertinente discernimiento sobre la identidad de la fe, la orientación en la práctica de la caridad y el ejercicio de la esperanza– debiera dedicarse a redactar el misal, el texto de las celebraciones litúrgicas.

Lo que hoy voy a describir no es una ficción, ni una narración de lo que ocurrió en el inmediato postconcilio hace ya más de veinte años. Con permiso de los lectores, y con cierto pudor –por eso de que este artículo debiera estar acompañado por dos rombos–, voy a describir cuál fue la celebración de la misa de la cena del Señor, es decir, el oficio del Jueves Santo, a la que asistí esta pasada Semana Santa.

Por eso de que los horarios en vacaciones, y con pequeños numerosos en casa, hacen la vida más complicada, no tuvimos más remedio que, en vez de ir a la parroquia rural que frecuentamos, acercarnos a un lugar de culto, sin ironías, femenino –creo que ahora se llama balneario espiritual–, que no dista más de dos leguas de la casa solariega. La comunidad –doy fe de que son buenas personas y que tienen buena intención, comprometidas social y culturalmente con la zona–, celebra la liturgia, desde hace bien poco, en una parte del templo, –no hace mucho era el coro–, alrededor de un altar que es un tronco de madera. Junto al "ara pacis", unas sillas, ciertamente cómodas. El sacerdote, digamos que a la última moda de alba casulla, prescindió del misal para entregarse a un cuadernillo con anillas negras en el que leía oraciones del tenor: "Dios, padre y madre, que..." y no sigo para no escandalizar. La lectura del Evangelio hecha por un laico, excepto la primera línea, el pistoletazo de salida. Se paró, por cierto, para escenificar, y realizar, el lavatorio de los pies. En el ofertorio asistimos a una danza, medio oriental, medio mística. Ni credo, ni nada que se le parezca. Dos tipos de panes, con clase incluida sobre el arte de la panificación, de la empanación y de la panadería –teología del trabajo del hombre alienado–, en una inventada plegaria, amén de un autoservicio en la comunión que me recordaba a la sección de frutería del Mercadona que hay cerca de mi casa.

Al final, se distribuyó un trozo de pan para que nos los lleváramos a casa, después de un baile añadido en honor de la madre tierra. La verdad es que quedé un poco confundido con tanto pan y tantas tortas. Apunté algunas oraciones por si al querido y siempre admirado obispo de esa diócesis le presta saber algo más. Me cuentan, además, que no es infrecuente que a ese lugar acudan los investigadores, los científicos de la experimentación litúrgica para asistir, como observadores participantes, a esa nueva liturgia balsámica. Para más inri, me dicen que en esa diócesis no es ése el único lugar laboratorio de celebraciones.

Y recordé, también, la insistencia con que Benedicto XVI se refiere a la liturgia como expresión del corazón de lo cristiano y como ámbito privilegiado de acceso al misterio de Dios y al misterio del hombre. Y me acordé de que en uno de sus más queridos libros, Joseph Ratzinger insiste en que preguntar al espíritu de la liturgia significa preguntar por la esencia y la entraña del cristianismo. Si yo hubiera preguntado a los diseñadores de esa celebración que he descrito, cuál es su esencia, me hubiera llevado más de una sorpresa. Una liturgia alternativa implica siempre una Iglesia alternativa. Iglesia, ¿de qué? o ¿de quién?

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