Pues bien, justamente ahora el Vaticano levanta la tapa de la caja de los truenos y proclama urbi et orbi que un jesuita, otro jesuita, sostiene doctrinas incompatibles con la fe católica. Será pues un momento oportuno para hacer las distinciones y precisiones necesarias, a fin de que la marea negra de anticlericalismo, anti-eclesialismo, anti-romanismo no tan encubierto, no inunde las páginas de los medios de comunicación en pos de la recuperación de una imagen de la Iglesia inquisitorial, más cerca de las hogueras que del diálogo fecundo.
Nos olvidamos con frecuencia que una de las funciones clásicas del magisterio es el servicio a los fieles para que la verdad de la fe sea presentada como tal, y no se nos venda como doctrina católica lo que no es más que suposición de escuela o particular, amén de envolver lo que debemos creer, esperar y orar con adherencias ideológicas de muy diverso pelaje. En un tiempo en el que las doctrinas se han vuelto si cabe más complejas, es más necesaria que nunca esa misión de llamar a las cosas por su nombre. La tarea de construir la atalaya de la clarificación es ingrata, pero, a la larga, produce singulares frutos. El reino de la confusión sólo ha producido desengaños. Ya lo decía el cardenal Höffner, arzobispo de Colonia, a finales de los sesenta: "La última garantía de la fe es la cátedra de Pedro y no las cátedras de los profesores."
Las precisiones, acompañadas de las medidas disciplinares que la Congregación vaticana ha impuesto al teólogo Jon Sobrino, son algo más que unas medidas disciplinares. Con la Nota sobre la cristología de Sobrino se ha intervenido decisivamente en un proceso, no siempre regulado por los criterios de la correcta doctrina, que comenzó con la explosión de la cristología anterior y posterior al Concilio Vaticano II. Alois Grillmeier anunció que "el desarrollo de la labor teológica de los últimos tiempos ha suscitado ya la esperanza de que con él se están poniendo los fundamentos de una 'época cristológica'". Una época en la que se ha escrito sobre Cristo desde las más variadas plataformas de ideologías incompatibles con la fe y con la revelación cristiana. Una dialéctica que enfrentaba la aceptación del depósito de la revelación con los procesos de interpretación del sujeto histórico, oprimido, víctima, pobre, esclavo, negro, mujer, que hacían de la realidad un mero juego de toma de conciencia. No en vano, el jesuita Sobrino escribió en uno de sus libros: "Los pobres y las víctimas aportan a la teología algo más importante que contenidos: aportan luz para que los contenidos puedan ser vistos adecuadamente."
Hay que aclarar que las notificaciones doctrinales de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe suponen un proceso previo de diálogo, contraste, que está sometido a unas garantías procesales de amplia eficacia. Cuando se produce una condena de esta naturaleza, a quien se condena es a la doctrina que sostiene un señor, y no al señor que sostiene esa doctrina. No seremos tan ingenuos de pensar que no pocos de los teólogos que han sido amonestados de muy diversa manera han entendido la amonestación. Pero lo que no debemos olvidar es lo que Von Balthasar escribió en el prólogo de Cordula: "Echa, pues, mano de la linterna; y a ver si entre tantos profesores hallas por lo menos unos cuantos confesores."
Una cosa es que cierta teología de Jon Sobrino haya sido enviada al banquillo y otra muy distinta que la Compañía de Jesús habite ese lugar. La lectura del reciente libro sobre la vida y la obra del Padre Arrupe –que recomiendo viva y críticamente a nuestros lectores–, coordinado por Gaianni La Bella, nos enseña cómo lo que dijo Juan Pablo II en septiembre de 1979 –la Compañía había sido también afectada por las crisis que sufría la vida religiosa y que eso había desorientado al pueblo cristiano, preocupado a la Iglesia, a la jerarquía y a él mismo– fue una lección que no se ha olvidado. Al menos, eso esperamos y deseamos.