Julián Marías fue, durante su vida, refugio de inquietudes intelectuales y de inquietos intelectuales. No pocas generaciones de personas de Iglesia, y de fe, recalaban en sus libros y en sus artículos como en el puerto seguro de alguien que ha sido capaz de iluminar la complejidad del presente sin crear la más mínima ruptura con el pasado. Para Julián Marías, la fe era un dato en la contemporaneidad. La Iglesia continuaba siendo un lugar de humanización y de generación de vínculos sociales duraderos, de valores morales, de propuestas de esperanza.
El pensamiento de la modernidad había sentenciado la compatibilidad entre la fe y la razón al haber disociado al hombre con su naturaleza. La pretensión sistemática de la modernidad –en España podríamos hablar de la transición que se inició en 1975 después de la muerte de Franco– había querido establecer la existencia de un marco de convivencia en el que la seguridad se da por sobreentendida. La Modernidad, que se había autoimpuesto la tarea de imponer el orden, de construir un hombre, una sociedad sin conflictos, con un Estado que busca, querámoslo o no, el bienestar de todos y la transparencia y la previsibilidad por sistema, se encuentra con una incógnita que debe despejar, aunque no sepa muy bien cómo. El olvido del hombre no era menor que el desprecio de Dios.
En este contexto desarrolla su obra Julián Marías. Discípulo de José Ortega y Gasset –algo que se ha repetido sin cesar en los últimos días– entendió como pocos la potencia humanizadora de “hecho extraordinario”, en la terminología de quien fuera otro de sus maestros, Manuel García Morente. Para Julián Marías, la tarea de la razón era una misión del sentido de lo humano. Hizo que el pensamiento sobre Dios volviera al universo de la persona. La perspectiva cristiana, uno de sus más acreditados libros, es un bellísimo resumen del catecismo católico, de la antropología católica, trascendente. Sus ideas siempre se atrevieron con la perspectiva del todo, con la globalidad de lo que significa ser persona.
El franquismo convirtió a los católicos españoles en cómodos habitantes de un mundo que no era del todo real. Pocos se preocuparon por formar su fe, en un contexto en el que se era católico por convención social, más que por convicción personal. Era mucho lo que ayudaba el ambiente, el sistema educativo y formativo, la articulación del tiempo de ocio, como para que se preocuparan de los cantos de sirena de la secularización auténtica y de la nueva forma de secularización radical que se denomina laicismo.
Julián Marías nunca se conformó con lo que había recibido o con lo que le era dado. Se convirtió en ejemplo de intelectual confesante –nunca escondió su fe, aunque tampoco la utilizara como punta de lanza contra nadie ni contra nada- y, sobre todo, en un hombre capaz de proponer una forma de vida, una estética, un ideal de persona al alcance de todos. Julián Marías ni se engaño, ni engañó a nadie. Hay que recordar cómo denostaba toda utilización de la mentira personal, social, política, en nuestro mundo.
Ahora, Julián Marías es testimonio y testamento para un España que, si cabe, necesita hoy más que nunca de personas que nos hagan inteligible el presente y nos ayuden a preparar, con la imaginación necesaria, el futuro. Ahora que don Julián Marías ya no está con nosotros, quizá tengamos que pensar en tenerle presente entre nosotros con su razón de filósofo y con su fe de creyente. Descanse en paz.