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CATOLICISMO Y LIBRE MERCADO

Superando el distributismo

La gente decente de todos los países del mundo se alegró de la caída del Muro de Berlín y del colapso del imperio soviético. La planificación centraliza había quedado totalmente desacreditada y el capitalismo había triunfado sin ningún genero de dudas. Sin embargo, los enemigos del mercado seguían insistiendo en que el capitalismo no era la auténtica alternativa real: aunque el socialismo había fracasado, el mercado tenía sus propios problemas.

La gente decente de todos los países del mundo se alegró de la caída del Muro de Berlín y del colapso del imperio soviético. La planificación centraliza había quedado totalmente desacreditada y el capitalismo había triunfado sin ningún genero de dudas. Sin embargo, los enemigos del mercado seguían insistiendo en que el capitalismo no era la auténtica alternativa real: aunque el socialismo había fracasado, el mercado tenía sus propios problemas.
Muro de Berlín

Algunas de estas críticas provenían de algunos escritores católicos que se enmarcaban en la tradición distributista. El distributismo fue popularizado por los pensadores católicos de principios del s. XX, Hilaire Belloc y G. K. Chesterton, y es una variante del corporativismo, un sistema de economía política que nació con la Revolución Francesa y que buscaba la restauración de varios organismos corporativos que, como los gremios, habían sido suprimidos por la revolución. Los corporativistas pretendían controlar la competencia, a la que consideraban destructiva y desestabilizadora, agrupando a las empresas en asociaciones comerciales que se autorregularan y otorgar al Estado central un papel supervisor y coordinador sobre los empresarios y los trabajadores.

De acuerdo con los distributistas, el mercado libre tendía a generar una enorme desigualdad económica y a arruinar a la gran mayoría de las personas, quienes carecían de medios de producción y tenían que depender de la buena voluntad de los empresarios. Los recortes continuos en los precios condenaban a quebrar a las pequeñas compañías y, en última instancia, facilitaban el surgimiento de monopolios. Estas injusticias, se pensaba, podían evitarse regresando a una economía medieval menos individualista, donde los medios de producción estuvieran equitativamente distribuidos, donde los gremios restringieran la competencia y donde se protegiera a los pobres y a los débiles.

Los argumentos que se ofrecían para defender este sistema, aunque podían parecer verosímiles desde un punto de vista superficial, no eran más que falacias lógicas y económicas, así como profundos errores sobre la historia europea. Así, por ejemplo, los distributistas acusan al libre mercado del endeudamiento generalizado de la población, cuando los auténticos responsables son los bancos centrales (creaciones gubernamentales) que hacen que el crédito sea artificialmente barato y por tanto más tentador (cuyas fatales consecuencias estamos sufriendo ahora). La economía medieval que defiende el distributismo tiene poco que ver con la que describen tanto los historiadores profesionales como los economistas Ni la propiedad de la tierra ni de los medios de producción estaban ampliamente distribuidas bajo el sistema feudal. Ni siquiera los trabajadores que vivían fuera de los feudos solían ser propietarios de los medios de producción. Los campesinos trabajan extenuantes horas y difícilmente lograban sus objetivos, aun cuando toda la familia estuviera trabajando. El sistema gremial, lejos de ser una fuerza liberadora, era en realidad la fuente de los verdaderos monopolios y de la explotación.

Los defensores del distributismo también afirman que se trata de una organización económica superior y que incluso viene exigida por la doctrina social de la Iglesia. Pero ninguna de estas afirmaciones es cierta.

Primero, el temor distributista a que las empresas se concentren en un único monopolio procede de la incomprensión del mercado. Según alegan, las grandes empresas ganan cuota de mercado a costa de las pequeñas porque venden por debajo de sus costes y, por tanto, expulsan a sus competidores (recuperando luego las pérdidas volviendo a subir los precios).

En los últimos años se ha estudiado bastante el caso de si los "precios predatorios" realmente conducen al monopolio y no parece haber evidencias que respalden esta idea. El economista George Stigler incluso ha llegado a afirmar que "hoy en día sería vergonzoso encontrar este argumento en una discusión profesional". Desde luego, no faltan ejemplos de grandes empresas que copan el mercado vendiendo a precios muy reducidos, pero parece ser más bien una leyenda urbana que luego vuelvan a subirlos.

También subsiste una importante mentalidad gremial en los EEUU, como puede verse en el comportamiento de la Asociación Nacional de Médicos y en la Asociación Nacional de Juristas. Estos organismos tratan de presionar al Gobierno para que endurezca los requisitos necesarios para obtener una licencia con la que poder ejercer esta profesión. De este modo, una minoría de privilegiados logra salarios artificialmente altos mientras que la gran mayoría de la población se empobrece al tener que pagar sus cuantiosas tarifas (si alguien intenta ofrecer una alternativa para los consumidores, inmediatamente se ve aplastado por el gremio).

Pese a que los distributistas venden sus propuestas como una manera de mejorar la situación económica y volverla más acorde con la visión católica, estos ejemplos deberían hacernos dudar de que sea así. Los pobres serían esquilmados con mayores precios sobre los productos básicos. Las barreras de entrada que construyen los gremios impiden que la actividad empresarial se desarrolle y ésta es una de las maneras más efectivas y dignas de sacar a la gente de la pobreza. De hecho, estas barreras de entrada son contrarias a los llamamientos de Juan Pablo II para incentivar una completa participación de los necesitados en la economía, de modo que puedan "adquirir experiencia, participar en los círculos comerciales y desarrollar las habilidades que les permitan hacer un mejor uso de sus capacidades y recursos". (Centesimus Annus, no. 34).

En un mercado realmente libre, nadie debería utilizar la coacción estatal para aprovecharse del prójimo. No se pueden realizar transacciones económicas sin el consentimiento de ambas partes. La economía de mercado, en definitiva, considera que los seres humanos son fines en sí mismos, un principio moral en el que la doctrina social de la Iglesia insiste reiteradamente.

La economía de mercado es uno de los éxitos más remarcables de la civilización, pese a que casi siempre se instruya a la gente para que la odie. Cuanta menor atención prestemos a los eslóganes y a la propaganda anticapitalista y cuanto más estudiemos la cuestión según sus verdaderos méritos, más beneficioso nos parecerá el mercado. Todos los restantes sistemas económicos nos hacen promesas fantasiosas que en la práctica no pasan de ser desilusiones vacías y crueles. La teoría y la experiencia demuestran que sólo el mercado puede proporcionar una economía justa, humana y próspera.

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