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MONSEÑOR ROMERO POSE

Su nombre es obispo

Mario está en la calle, vive en la calle, reina en la calle desde hace varios años. Gobierna con su fuerza física, con un corazón y con una voluntad alterada por el alcohol, la más de las veces, todo un trozo de mundo, un Madrid ignoto para el común de los mortales, una intrahistoria que no tiene efectos en la historia y que, por desgracia, no ocupa ni preocupa a los que hacen la historia. Cuando el lunes vio pasar el féretro de monseñor Eugenio Romero Pose hacia la cripta de la Almudena, acompañado por una Iglesia, su Iglesia, joven y viva, recordó alteradamente, como todo lo suyo, lo que le había pasado aquella tarde del mes de julio, hace ya unos años.

Mario está en la calle, vive en la calle, reina en la calle desde hace varios años. Gobierna con su fuerza física, con un corazón y con una voluntad alterada por el alcohol, la más de las veces, todo un trozo de mundo, un Madrid ignoto para el común de los mortales, una intrahistoria que no tiene efectos en la historia y que, por desgracia, no ocupa ni preocupa a los que hacen la historia. Cuando el lunes vio pasar el féretro de monseñor Eugenio Romero Pose hacia la cripta de la Almudena, acompañado por una Iglesia, su Iglesia, joven y viva, recordó alteradamente, como todo lo suyo, lo que le había pasado aquella tarde del mes de julio, hace ya unos años.
Monseñor Eugenio Romero Pose
Hay, en el Madrid de los Austrias, una casa de inquilinos sin inquilinos. Los ocupas de este mundo y de otra existencia frecuentan un solar palaciego cerca de la Catedral de la Almudena. Antes, los pobres pedían a las puertas de las Iglesias, ahora también. La sociedad no ha conseguido expulsar de las puertas del templo, de la Iglesia, los signos más evidentes de la preferencia del Evangelio. No sabemos qué ocurrirá el día en que los pobres emigren a pedir a las puertas de los Bancos y de las Cajas de ahorro; algo habrá cambiado.

Mario había pasado mala noche; una reyerta, un problema con la pandilla de desalmados que quisieron echarle del banco en dónde había asentado sus posaderas. Le dolía la cabeza, bueno, todo el cuerpo. No sabía a dónde ir. Quizá le podían acoger en ese sitio, en la casa del Padre Enrique, pero no le agradaba mucho la idea. El Padre Enrique es muy bueno, pensó, pero los que están con él, esa chica alta y delgada que manda mucho, siempre le pone nervioso, son unos plastas. Pero no le quedaba otro remedio. O la casa del Padre Enrique o, de nuevo, esta noche, la calle. Y hace mucho calor. Prefería dormir, aunque fuera a costa de escuchar las cosas raras que dicen en ese sitio.

Mario caminaba dando tumbos –la línea recta en su vida no existe–, por la cuesta de la Vega hacia la casa de los pobres. Respiró hondo y adelante. Cuando cruzó el umbral, se encontró de lleno con un cura, uff, un cura más, lo que faltaba. Era de mediana edad; regordete, con una sonrisa sin igual, de las que ya no se ven por la calle. Le saludó, y le preguntó su nombre.

Monseñor Romero Pose, junto a Benedicto XVI y el Cardenal Rouco VarelaEntablaron una conversación desigual. Cuando se quiso dar cuenta, Mario le estaba contando su vida. Le pidió, como siempre hacía, que le diera algo para comer; algo para cenar, algo para vivir. Este cura tiene algo especial, pensó. Ahí estaba Mario en la misa, sentado en un banco, o algo parecido, sin que le sonara mucho lo que pasando en el altar. Mario no se había dado cuenta pero, mientras el cura desgranada los rezos, las plegarias, elevaba el cáliz y ofrecía la comunión a quienes no comulgaban, se quedó dormido. Varias horas; alguien le despertó. Al catre, le obligaron.

Cuando llegó a la habitación, bueno, al salón corrido, se le ocurrió pensar en el cura con el que había hablado, que le había recibido. Ese cura tiene algo especial, es distinto. Ese cura no es como los demás. Se parece mucho a ese Jesús que dicen vivió hace mucho; su cara es como la de la foto que tenía su madre en la cabecera de su cama, ese cura le trae recuerdos. Mario no quería pensar; hablaba en voz alta; hablaba, pero nadie le entendía. De pronto, le dijo al chico joven que le estaba ayudando: "Oye, cómo se llama el cura ése, el de esta tarde". El joven le respondió, "Su nombre es obispo. Se llama don Eugenio".

Obispo, su nombre es obispo. Desde ese día, cuando Mario se encontraba con ese cura por la calle, cuando iba a pedir comida a su casa, siempre le llamaba obispo. Yo, una tarde de julio, también me encontré a don Eugenio por la cuesta de la Vega. Nos saludamos. "¿Dónde va?", le pregunté. "A ver a la familia, me contestó". Pensé que era una más de don Eugenio, dado que su familia vivía en Galicia... "A ver a mis hermanos", me insistió ante el asombro de mi rostro. Entonces, entendí. La casa de los pobres. Así era monseñor Romero Pose, obispo. Don Eugenio, nunca te olvidaremos. Descansa en paz y prepara nuestra paz.

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