Recuerdo que una persona presente en su funeral, presidido por su gran amigo el cardenal Ratzinger, me comentó que éste había colocado al teólogo de Lucerna en la línea de los grandes Padres de la Iglesia. Por eso no es extraño que ahora, diecisiete años después, Benedicto XVI haya recordado en un mensaje con motivo de su centenario, a esas grandes figuras que fueron compañeras de la gran aventura teológica de Balthasar: Orígenes, Gregorio Nacianceno o Dionisio Areopagita, entre otros. De ellos decía que vivían una unidad natural entre fe y actitud científica, entre objetividad y reverencia. Hizo famosa la expresión “teología arrodillada”, para explicar que la fecundidad del trabajo teológico depende de la escucha de la Palabra de Dios y de su vínculo vivo con la Iglesia. Y todo ello sin rebajar la exigencia científica, que hizo de Balthasar uno de los más grandes sabios de su tiempo.
Un congreso celebrado en Roma con motivo de este centenario, ha elegido como lema el título de uno de sus libros: “Sólo el amor es digno de fe”. Con estas palabras quería indicar lo sustancial del método cristiano. Dios ha querido suscitar el reconocimiento libre del hombre (la fe) a través de su encuentro con Jesucristo, el Verbo hecho carne, que se entrega a la muerte para la salvación del mundo. Aquí belleza y amor son las dos caras de una misma realidad, llamada a suscitar un atractivo invencible. En su diagnóstico del mundo contemporáneo, Balthasar señalaba la ausencia de gratitud a Dios: la verdad, la bondad y la belleza, que habían sido reconocidas como dadas por Dios, aparecen ahora como fruto único del proyecto y del esfuerzo humano. Esa actitud típica del mundo moderno había penetrado también en la Iglesia, provocando la anemia espiritual y el moralismo tan habituales en algunos círculos católicos del post-concilio. Él, por el contrario, comprendía que para ser fecundo, el compromiso del cristiano en el mundo debía brotar de la contemplación del amor de Dios.
La estrella de Urs von Balthasar brilla con luz propia dentro de esa constelación de teólogos protagonistas del Concilio: De Lubac, Rahner, Guardini, Congar, Danielou... Puede decirse que las grandes intuiciones de este evento eclesial, encontraron en su teología un terreno fecundo para crecer, al igual que aportó elementos decisivos de corrección para algunos desarrollos equívocos que le hicieron sufrir profundamente. Su inmenso saber (que abarcaba desde los clásicos griegos hasta la gran literatura romántica, sin olvidar a los mejores maestros medievales) nunca decayó en erudición, ni le impidió desplegar un sentido crítico sazonado con buenas dosis de ironía, como cuando se lamentaba de tanto derroche intelectual en la publicística católica de los años setenta, y afirmaba que la literatura de Peguy, Bernanos o Claudel, recogía más y mejor teología que numerosos manuales al uso.
El mismo Balthasar que reclamaba a la Iglesia abatir los bastiones, fustigará después el vaciamiento y la disolución de la sustancia cristiana, y trabajará para impulsar una nueva presencia de la fe en el mundo, purificada de gangas inútiles, pero también libre de complejos frente a una cultura en profunda crisis. En ese doble movimiento de volver a las fuentes del cristianismo para encarar el drama de nuestro mundo, se resume su magisterio, ahora más necesario que nunca.