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CORRUPCIÓN

Sabiduría antigua para un viejo problema

La reforma del Congreso es el último grito en Washington estos días. Los senadores Trent Lott y Dianne Feinstein presentaron un proyecto de ley para la reforma; el senador John McCain presentó otro.

La reforma del Congreso es el último grito en Washington estos días. Los senadores Trent Lott y Dianne Feinstein presentaron un proyecto de ley para la reforma; el senador John McCain presentó otro.
El Capitolio, sede del congreso estadounidense

La carrera por el puesto de líder de la mayoría en la Cámara de Representantes (para reemplazar a un Tom DeLay salpicado por la corrupción) era un referéndum sobre quién podría luchar contra la corrupción más eficazmente (o mejor dicho, aparentar hacerlo más eficazmente) y de ese modo restaurar la imagen de los republicanos en la Cámara como reformistas, al estilo del protagonista de "Caballero sin espada".

El escándalo Jack Abramoff desató el ímpetu inmediato para este alboroto reformista. Un factor que ha contribuido ha sido la publicidad prestada a algunos de los proyectos locales más escandalosos aprobados en los últimos años con dinero federal. Dejando de lado la pregunta de lo que puede o no calificarse como corrupción –algunos de los "escándalos" que se han convertido en los titulares más llamativos son menos perniciosos que otros abusos menos sensacionalistas– el sentir general es que la corrupción está en un histórico punto culminante y que ya es hora que alguien haga algo al respecto.

Es difícil comparar el nivel de corrupción en el Washington actual con el de, digamos, hace unos 100 años. Es difícil cuantificar actividades que por su naturaleza son secretas. Pero incluso un vistazo rápido a la historia ayuda a poner la crisis actual en perspectiva y hacer que uno dude de que la situación sea ahora mucho peor –si es que realmente es peor– que en cualquier otra época.

La administración de Warren Harding (1921–1923) probablemente se lleva los honores de tener la peor reputación. Puede que el pobre Harding no tuviera nada que ver con ello, pero su secretario de Interior vendió en secreto los derechos de un depósito de petróleo que había sido escogido como reserva naval. El legado de Harding ha quedado marcado desde entonces por el asunto del Teapot Dome.

La administración de Ulysses Grant (1869–1877) queda en un segundo lugar muy cercano al primero, con el que podría competir por el primer lugar si no fuera por la circunstancia accidental pero afortunada de que pasó mucho antes y por tanto no se recuerda tan bien. Nuevamente, Grant parece que fue inocente, aunque ingenuo, pero muchos altos cargos republicanos estaban implicados en un negocio indecoroso que involucraba a una compañía de construcción, Crédit Mobilier, y el ferrocarril Union Pacific.

El mandato de Andrew Jackson (1829–1837) estuvo repleto de amargos debates por el naciente "spoils system", por el cual los nombramientos a puestos gubernamentales se veían como favores concedidos a amigos personales u otros a los que se debiera recompensa.

La corrupción difícilmente es algo singularmente norteamericano o moderno. En la historia de Heródoto (Siglo V, A.C.) el argumento del rey Darío de Persia contra la democracia mostraba la experiencia en la antigüedad sobre el gobierno. "Cuando la gente gobierna", observaba, "es imposible que no aparezca la corrupción".

Los esfuerzos legislativos para poner freno a esas actividades no deberían ser totalmente descartados. La ley de servicio público de 1883 fue una valiosa reforma del sistema de enchufes. Pero la ley sólo puede ser parte de la solución. Los políticos de Washington y los grupos de presión son lo suficientemente astutos como para saltarse las leyes, aunque estén bien concebidas.

Más bien, el esfuerzo para frenar la corrupción debería concentrarse en dos frentes. Uno es el de limitar el gobierno. Restringir los poderes del gobierno disminuye el potencial de usar esos poderes para el engrandecimiento personal. Los poderes en eterna expansión del Congreso, justificados sobre la base de la cláusula de comercio interestatal de la Constitución, han dado lugar a oportunidades, en eterna expansión, para que empresas y otros grupos de interés logren subvenciones y ayudas del gobierno.

El segundo enfoque debería ponerse sobre las exigencias de la moralidad. La tentación de usar las palancas del poder para beneficio personal existirá siempre, no importa cuántas leyes se pasen o cuán limitado sea el ámbito ejecutivo o legislativo. Y la tentación –un aliciente al pecado– es exactamente lo que es. Sólo puede resistirse a través de un compromiso con las responsabilidades morales correspondientes a un funcionario público.

San Isidoro de Sevilla escribió en sus "Etimologías" del Siglo VII: "La ley debería ser estructurada, no para ningún beneficio personal, sino para el bien común de todos los ciudadanos". Santo Tomás de Aquino citaba el pasaje en su Tratado de Derecho 600 años después. En la tradición clásico-cristiana desde Aristóteles hasta Santo Tomás y más allá, un magistrado que favorece a la parte privada a expensas del público comete el vicio de la injusticia.

Algunos podrían decir que los problemas contemporáneos requieren soluciones más contemporáneas. Argumentos tan viejos como siglos son anticuados y poco realistas. Por el contrario: la enfermedad de la corrupción gubernamental es vieja y su antídoto, aunque esquivo, se conoce desde hace tiempo. Abordar el problema adecuadamente no exige mucha legislación innovadora, sino más bien una renovada dedicación a los venerables principios del gobierno limitado y la contención moral.

Acton InstituteEl doctor Kevin Schmiesing es investigador del Centro de Investigación Académica del Instituto Acton. Es escritor prolífico de temas de pensamiento social católico y economía, autor del libro American Catholic Intellectuals, 1895-1955 (Edwin Mellen Press, 2002) y su más reciente obra es: Within the Market Strife: American Catholic Economic Thought from Rerum Novarum to Vatican II (Lexington Books, 2004).

* Traducido por Miryam Lindberg del texto original en inglés.
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