Si por algo se caracteriza nuestra sociedad y nuestra cultura es por ser “comunicativa” e “informativa”. La comunicación es una dimensión básica del ser humano. Otra cuestión es el reduccionismo comunicativo al que nos tienen sometidos los procesos industriales de los medios: tecnológico, político y económico. Olvidamos con frecuencia que la ideología que ha permeabilizado a los medios de comunicación es la del progreso acrítico de la sociedad y en la sociedad. Un progreso que es capaz de movilizar las conciencias de los ciudadanos y de establecer un nuevo orden en la naturaleza social y en las relaciones interpersonales. Una de las más acuciantes patologías de nuestro tiempo es la apariencia de verdad, de realidad, que están creando los medios de comunicación y contra la que no existe más antídoto que la conformación de un criterio que nazca del esfuerzo y del trabajo personal. Nuestro tiempo carece de maestros, que han sido sustituidos por estrellas de la comunicación, tan fugaces como el tiempo de duración de los programas que las arropan.
La Iglesia, que es comunicación en la medida en que se define como comunión del hombre con Dios y de los hombres entre sí, se siente inmersa en esta nueva cultura que son, y crean, los medios de comunicación, en un permanente juicio de credibilidad, de viabilidad social de su mensaje y de su presencia. Los medios han favorecido un permanente régimen de opinión en el que se hace cada vez más difícil establecer las diferencias entre la evidencia, la certeza y la mera consideración argumentativa. La categorías clásicas del pensamiento referido a nuestra capacidad de comprender lo real, lo que nos rodea, son permanentemente puestas en entredicho por la facilidad con la que se nos presenta la apariencia de realidad social.
La Iglesia se encuentra sentada en el juicio público de la credibilidad social en la medida en que su legitimidad, su pertinencia, se ve sometida al plebiscito diario de la información. La autoridad, como cualidad de quien es reconocido personal y socialmente, ya no reside en ese saber comúnmente aceptado y compartido, sino en la ductilidad con que se responde a una demanda no siempre correctamente formulada. No olvidemos lo que decía el teólogo protestante Nihebur, “nada es más incomprensible que la respuesta a una pregunta que no se ha hecho”.