Lo que preocupa es la Iglesia Católica y frecuentemente considerada no como lo que es, sino como si fuera una fuerza política nada más. Ciertamente es, en España, con gran diferencia, la confesión religiosa con más miembros e influencia, pero la tendencia a centrar los debates en ella y el modo en que se hace no deja de ser una forma de cripto-confesionalismo.
Una lectura sin prejuicios de nuestra comatosa Constitución deja claro que lo que establece es que el Estado no tiene una confesión religiosa propia y que éstas pueden llevar a cabo una vida similar a la de cualquier otro grupo social, sin restricciones ni cordones sanitarios para que sus perniciosas influencias no contaminen ni los aparatos del Estado ni ningún otro espacio del común. Sin embargo, en gran parte de la opinión pública, a base de una machacona propaganda, se da por sentado que lo constitucional es el Estado laico.
Si, por ejemplo, Dionisio Llamazares, director de la Cátedra Fernando de los Ríos sobre Laicidad y Libertades Públicas de la Carlos III y presidente de la asociación Derecho, Laicidad y Libertades, dice que la financiación de la Iglesia es inconstitucional, rápidamente los argumentos que se utilizarán apelarán a la, sobre el papel, vigente Constitución. ¿Pero todo esto de qué sirve? Ciertamente hay que hacerlo, pero se antoja insuficiente.
Suelo calificar a nuestra Ley fundamental de comatosa, porque ni está muerta ni está viva. En principio, está vigente, pero, de hecho, está arrinconada y en desuso en muchos aspectos, no sé si "más yacente que vigente", que dijo Unamuno de la deutero-republicana. No sería difícil –sin necesidad de recurrir a las gestas del Tribunal Constitucional– enumerar casos que avalaran el poder afirmar la propensión a elidir con todo tipo de circunloquios y perífrasis la Constitución. Lo cual cuenta con la connivencia de la apatía social, salvas sean las correspondientes excepciones. El caso del aborto es paradigmático, aunque no el único. Un delito es tratado en la práctica como un derecho y los poderes públicos y la sociedad, en general, miran a otro lado. Y, cuando se descubre el pastel de dimensiones genocidas, se plantean cambios legislativos claramente anticonstitucionales. No importa, la facticidad y la somnolencia social digerirán todo.
Por esta vía de los hechos consumados y la abulia social, previamente cultivada con la habitual narcosis mediática, no solamente pueden quedar en el alero muchos derechos individuales, sino que también se llega a la existencia de ciudadanías contradictorias; los españoles que viven en unas regiones tienen privilegios respecto de los de otras y, dentro de una, unos ciudadanos son más ciudadanos que otros. ¿Sirve de algo apelar a la Constitución? Pasito a pasito se va diluyendo la división de poderes y el imperio de la Ley; como dice Agapito Maestre, de un Estado de Derecho, estamos pasando a un Régimen de Derechos. Y, en estos casos, el ciudadano queda al arbitrio de quien detente el poder.
¿No es esto lo que subyace a la petición que hizo el cardenal de Barcelona? Ante la Ley de Templos de Culto de la Generalidad, ante el creciente intervencionismo de la administración autonómica, Monseñor Martínez apeló a la Constitución y pidió que fuera el Parlamento español quien regulara, por ley orgánica, la libertad religiosa. ¿Qué eco ha tenido esto? Poco, muy poco, pese a ser una metonimia de la vida nacional actual. Vemos el fragmento, el interés particular de un grupo para algo específico en una región determinada y hemos perdido la visión global y la verdadera solidaridad, capaz de percatarse de que en lo concreto se juega lo universal y viceversa.
Mientras tanto, persistiremos en jugar a que la Constitución está viva, seguiremos brizando la siesta social, no sea que su vigilia rompa la paz del rebaño de Morfeo.